Canto segundo
«De este modo, ellos, gracias a las habilidades de Tiflis, navegaban, aunque asustados. Al otro día ataron amarras en la tierra enfrente de Bitinia.
Allí junto a la costa tenía su morada el Agenórida Fineo, que había sufrido las penas más terribles de todas a causa de su arte adivinatoria, la que le había ofrendado antes el hijo de Leto. Pero no había respetado ni el sagrado pensamiento del propio Zeus, al vaticinarlo con claridad a los hombres. Por ello precisamente el dios le había echado encima una larga vejez, y le arrebató la dulce luz de los ojos y no le dejaba gozar de los infinitos alimentos que siempre le traían a su casa los vecinos, que de continuo acudían a escuchar sus profecías. Sino que de improviso lanzábanse desde las nubes las Harpías y con sus garras se los arrebataban de su boca y de sus manos una y otra vez. Unas veces no le dejaban nada de comida y otras un poco, para que viviera lamentándose. Y echaban encima un olor nauseabundo. Nadie soportaba, no ya el llevarle los alimentos a su boca, ni siquiera asistir presente desde lejos. ¡Tan grande era la peste que exhalaban los restos de la comida!
Tan pronto como oyó el griterío y el tumulto de la tropa, comprendió que estaban allí aquellos cuya llegada, según un oráculo de Zeus, le permitiría gozar de la comida. Alzándose de la cama, como la sombra de un sueño, apoyado en su bastón y con los pies torpes, avanzaba hacia la puerta tanteando los muros y le temblaban los miembros al marchar, de vejez y debilidad. Se había resecado su piel ennegrecida por la suciedad, y sólo el pellejo recubría sus huesos.
Un nube purpúrea le envolvió y le pareció que la tierra le arrastraba en giros desde abajo y cayó desmayado y sin fuerzas para hablar. Ellos, cuando lo vieron, se reunieron a su alrededor, asombrados. Entonces Fineo, que apenas respiraba en su pecho hundido, les empezó a hablar con sus palabras proféticas:
"¡Oíd, los más eminentes de los Griegos todos, si de verdad sois vosotros aquéllos a los que, por orden de un cruel rey, conduce sobre la nave de Argos en pos del vellocino áureo, Jasón! ¡Vosotros sois con certeza! ¡Aún mi mente lo sabe todo en su vaticinios! ¡Gracias te elevo ahora, soberano hijo de Leto, aun en medio de mis duras penalidades!
¡Por Zeus Icesio (el que acoge las súplicas), que es el más rígido contra los impíos, y por Febo, y por la propia Hera os suplico; por Hera, la que con interés especial entre los dioses se ha preocupado de que llegarais aquí! ¡Ayudadme, liberad a este hombre desgraciadísimo de su calamidad y no os vayáis despreocupadamente dejándome así! Ya que no sólo la Erinia me ha golpeado con su pie en mis ojos, y tengo que arrastrar hasta el fin una interminable vejez. Aún otro amarguísimo mal se añade encima a mis desgracias. ¡Las Harpías, que arrebatan de mi boca el alimento y que me caen encima de improviso con increíble furia! Sería más fácil que yo me olvidara del hambre que me atormenta que el ocultarles a ella mi comida. ¡Tan rápidas son en revolotear por los aires! Y si por casualidad me dejan alguna vez una pizca de alimento, éste apesta a putrefacto con un intenso hedor insoportable. Ninguno de los humanos resistiría unos instantes su proximidad, ni aunque tuviera incrustado un corazón de acero. Pero a mí desde luego la necesidad dolorosa e invencible me fuerza a quedarme allí, y quedándome a echármelo al estómago.
Existe la profecía de que los hijos de Bóreas vendrán a rechazarlas. Y no serán unos extraños para mí quienes me protegerán de ellas. Porque en verdad que yo soy aquel Fineo que una vez antaño fui muy famoso entre las gentes por mi prosperidad y mi don profético. Y conduje a mi casa como esposa a la hermana de éstos, Cleopatra, yo que era rey de los Tracios, a cambio de mis regalos de boda."
Cuando así hubo hablado el Agenórida, les entró a todos los héroes una profunda compasión por él., y especialmente a los dos hijos de Bóreas. Se acercaron a él los dos sollozando, y le dirigió Zetes la palabra del siguiente modo, mientras tomaba en su mano la diestra del anciano quejumbroso.
"¡Ay, infeliz! Reconozco que no hay hombre más desgraciado que tú. ¿Por qué te han atacado tantas calamidades? Será sin duda que has ofendido a los dioses, tú que sabes las profecías, en algún momento de funesta insensatez. Por esa razón te guardan rencor. Pero aunque en nuestro interior se nos estremece el ánimo, estamos dispuestos a acudir en tu socorro, si sabes de cierto que la divinidad nos ha impuesto esta tarea a nosotros. Para los terrestres son, pues, exigencias las órdenes de los Inmortales. Pero no podemos rechazar a las Harpías que te atacan, aun con todos nuestros deseos, hasta que no jures que no incurriremos con ello en el odio de los dioses."
Así habló. Hacia él alzó con fijeza el viejo sus vacías pupilas abiertas y le contestó con estas palabras:
"¡Calla! ¡No pongas en tu pensamiento tales sospechas, por favor, hijo! ¡Por el hijo de Leto, que me enseñó con benevolencia los vaticinios! ¡Por la Ker de mal nombre, que me tocó en mi destino y por esta nube cegadora sobre mis ojos y por las divinidades de abajo!¡Que no sean ya jamás amistosas conmigo, ni siquiera al morir, si alguna enemistad de los dioses os puede alcanzar a causa de este auxilio!"
Entonces ellos dos se animaron al oír sus juramentos, a protegerle. Pronto los criados hubieron preparado la comida al anciano, última presa de las Harpías. Cerca se colocaron los dos para alcanzarlas con sus espadas, en cuanto se presentaran. Y apenas el anciano había tocado el alimento, cuando como crueles tempestades o como rayos, de improviso surgidas de las nubes se lanzaron con estrépito ansiosas de su comida. Al verlas en medio, los héroes gritaron, y ellas, entre el vocerío, lo devoraron todo y pronto se hallaban volando, muy lejos sobre el mar, mientras allí habían dejado un hedor insoportable. A su vez, en pos de ellas los dos hijos de Bóreas con sus espadas en las manos corrían por igual. Pues Zeus les había infundido un coraje incansable. Decididamente no las seguían sin el apoyo de Zeus, ya que soplaban vientos del Oeste (el Céfiro) siempre, tanto al salir de casa de Fineo como al volver. Como los perros adiestrados en la caza corren tras el rastro de cornudas cabras o de corzos, y en toda el ansia de la persecución hacen rechinar los dientes en sus mandíbulas en el vacío, rozando la presa, así Zetes y Calais, muy presurosos, las alcanzaban casi con las puntas de sus manos.
Y pronto hubieran despedazado a las Harpías sin el permiso de los dioses, al alcanzarlas muy lejos, junto a las islas, si no los hubiera visto la veloz Iris y hubiera saltado desde lo alto del cielo por el éter y los hubiera detenido diciéndoles esto:
"No es lícito, hijos de Bóreas, que golpeéis con las espadas a las Harpías, las perras del gran Zeus. Yo os prestaré juramento de que no atormentarán ni atacarán más a Fineo."
Tras decir esto, juró por el agua de la Estigia, que es muy temida y venerada por todos los dioses, que aquéllas ya no se acercarían de nuevo a la morada de Fineo, ya que así lo disponía el destino.
Ellos cedieron ante su juramente y se volvieron para regresar salvos a la nave. Las gentes llaman Estrófadas por esta razón a las islas, que antes se llamaban Plotas.»
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