«Y es que los dioses tienen oculto el sustento a los hombres. Pues, de otro modo, con trabajar un solo día, fácilmente podrías tener para todo un año sin ocuparte en nada. En seguida te sería posible colocar el timón sobre el humo del hogar y se terminaría la faena de los bueyes y de los sufridos mulos.
Pero Zeus lo escondió, irritado en lo más hondo de sus entrañas, por las burlas de que le hizo objeto el astuto Prometeo. Por ello, precisamente, tramó lamentables preocupaciones para los hombres y escondió el fuego. Mas he aquí que el buen hijo de Jápeto lo robó al providente Zeus para bien de la humanidad y lo escondió en el hueco de una cañaheja sin que se enterase Zeus, que se goza con el rayo. Y Zeus, amontonador de nubes, lleno de cólera, le dijo estas palabras:
"Hijo de Jápeto, conocedor de los designios sobre todas las cosas, te alegras de haberme robado el fuego y de haber conseguido engañar mi inteligencia, ¡enorme desgracia para ti mismo y para los hombres futuros! A cambio del fuego, les daré un mal con el que todos se recreen al acariciar con cariño su propia desgracia."
Así habló. Rompió a carcajadas el padre de hombres y dioses y ordenó al ilustre Hefesto mezclar inmediatamente tierra con agua, infundirle voz y vida humana y hacer una linda y encantadora figura de doncella, semejante en su rostro a las diosas inmortales. Luego encargó a Atenea que le enseñara sus labores: a tejer la tela de finos encajes. A Afrodita le mandó verter en torno a su cabeza sus dorados encantos: una irresistible sensualidad y los halagos cautivadores. En fin, a Hermes, el mensajero Argifonte, le encargó que la dotara de una mente cínica y un carácter voluble.
Dio estas órdenes y aquellos obedecieron al soberano Zeus Cronida. Inmediatamente el ilustre Patizambo modeló de la tierra una imagen con apariencia de casta doncella, por voluntad del Cronida. La diosa Atenea, de ojos glaucos, le dio ceñidor y la engalanó. Las divinas Gracias y la augusta Persuasión rodearon su cuello de dorados collares. Las Horas, de hermosos cabellos, la ciñeron con flores de primavera. Palas Atenea ajustó a su cuerpo todo tipo de aderezos. Y luego, el mensajero Argifonte configuró en su pecho mentiras, palabras seductoras y un carácter voluble, por voluntad de Zeus gravisonante. Le dio el habla el heraldo de los dioses y puso a esta mujer el nombre de Pandora porque todos los que poseen las mansiones olímpicas le concedieron un regalo, perdición para los hombres que se alimentan de pan.
Luego que remató su espinosa e irresistible trampa, el Padre despachó hacia Epimeteo al ilustre Argifonte con el regalo, de los dioses rápido mensajero.
Y no se cuidó Epimeteo de que Prometeo le había advertido no aceptar nunca un regalo de manos de Zeus Olímpico, sino devolverlo acto seguido, para que no sobreviniera una desgracia inesperada a los hombres mortales. Entonces cayó en la cuenta, cuando lo hubo aceptado y ya tenía el mal encima.
Pues bien, ocurrió que hace tiempo los grupos humanos vivían sobre la tierra libres de males y exentos del duro trabajo y las enfermedades amargas, que acarrean la muerte a los hombres -pues es en medio de la desgracia cuando de repente los hombres empezaron a envejecer-. Pero aquella mujer, al quitar con sus manos la tapa de una jarra, los dejó diseminarse y procuró a la Humanidad lamentables preocupaciones.
Sólo quedó allí dentro la Esperanza, aprisionada entre infrangibles muros, bajo los bordes de la jarra, sin poder volar hacia la puerta. Pues antes, por voluntad de Zeus, portador de la Egida y amontonador de nubes, cayó la tapa de la jarra.
Y he aquí que mil diversas amarguras deambulan entre los humanos. Repleta de males está la tierra y repleto está el mar. Las enfermedades, ya de día, ya de noche, van y vienen a su capricho sobre los hombres, trayendo en silencio -puesto que el providente Zeus les negó el habla- penas a los mortales. De esta manera, no es posible en ninguna parte escapar a la voluntad de Zeus.»
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