Libro segundo
«19.-Buenos días, mi vida, dulce y llena de gozo
Buenos días, mi vida, dulce y llena de gozo,
como triste os envío cuando parto mi adiós.
Oh, decidme, os lo ruego, dónde está el corazón
que cautivo hacia vos os devuelvo otra vez.
Y si el paso del tiempo y los largos caminos
y también las ausencias apagaron el fuego
que empezaba a prender encendiendo a vos misma.
Si tal vez no es así, lo creía engañado.
Bien conozco por mí que los dardos de Amor
hieren más desde lejos que flechados muy cerca,
y que dobla la ausencia servidumbre amorosa.
Yo me doy por contento de vivir en mi estado,
ir más allá no debo y no puedo tampoco.
Más allá hay la locura y yo quiero ser cuerdo.
35.-La vergüenza me abruma, hora es ya de que calle
La vergüenza me abruma, hora es ya de que calle
y que olvide mi juego de galán medio cano;
mejor es someterse a la ley de la Razón
que querer seguir siendo obstinado en amores.
Lo he jurado cien veces pero no puedo hacerlo.
El invierno no es ya la estación de las rosas.
Se han cumplido cinco años de mi larga prisión,
siendo esclavo en poder de una bella corsaria.
Yo quisiera tornarme en amante importuno
del buen padre Aristóteles y mi afán consagrar
al amor de Platón, hacer útil mi vida.
Que me vea por fin del Amor desligado;
por ser dios vuela él, yo soy hombre y camino;
él es joven y fuerte, yo canoso y cansado.
42.-Cuando seas muy vieja, a la luz de una vela
Cuando seas muy vieja, a la luz de una vela
y al amor de la lumbre, devanando e hilando,
cantarás estos versos y dirás deslumbrada:
me los hizo Ronsard cuando yo era más bella.
No habrá entonces sirvienta que al oír tus palabras,
aunque ya doblegada por el peso del sueño,
cuando suene mi nombre la cabeza no yerga
y bendiga tu nombre, inmortal por la gloria.
Yo seré bajo tierra descarnado fantasma
y a la sombra de mirtos tendrá ya mi reposo;
para entonces serás una vieja encorvada
añorando mi amor, tus desdenes llorando.
Vive ahora, no aguardes a que llegue el mañana,
coge hoy mismo las rosas que te ofrece la vida.
76.-Oh, peñascos y arroyos, solitarias encinas
¡Oh, peñascos y arroyos, solitarias encinas,
hondas grutas que sois el silencio del bosque,
escuchad los suspiros de mi voz postrimera,
sed ahora notarios de este mi testamento!
Sed de mi desventura confidentes leales,
escribidla en los árboles y que todos los meses
crezca como vosotros; mientras tanto yo voy
a alejarme sin seso, sin arterias, sin venas.
Me ha matado el rigor de una altiva beldad
sin palabra, sin ley, sin lealtad y sin amor,
que me sorbe la sangre como un tigre salvaje.
¡Adiós, bosques, adiós! Adiós, verde lugar
de los árboles gayos que no saben de Amor
ni de aquella su madre que enloquece al más cuerdo.»
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