El filibusterismo
«En 1625, mientras Francia e Inglaterra intentaban domeñar el formidable poderío español con incesantes guerras, dos navíos, uno francés y otro inglés, tripulados por intrépidos corsarios que habían llegado al mar de las Antillas para arruinar el floreciente comercio de las colonias españolas, fondeaban casi al mismo tiempo ante la llamada isla de San Cristóbal, habitada tan sólo por algunas tribus de caribes.
Los franceses estaban capitaneados por un caballero normando llamado D'Enanbue y los ingleses por el caballero Thomas Warner.
Puesto que la isla era fértil y los indígenas apacibles, los corsarios se establecieron en ella con tranquilidad, compartiendo fraternalmente aquel pedazo de tierra y fundando dos pequeñas colonias.
Hacía cinco años que aquellas pequeñas poblaciones vivían despreocupadamente, cultivando la tierra y renunciando a piratear los mares, cuando en un día aciago apareció una escuadra española que causó la muerte de una parte importante de los colonos y destruyó sus viviendas. Los españoles consideraban que todas las islas del golfo de México eran de su absoluta propiedad.
Algunos colonos huyeron de la cólera española y consiguieron ponerse a salvo en otra pequeña isla, la isla de la Tortuga, llamada así porque, vista desde una cierta distancia, se asemeja a este reptil. Situada al norte de Santo Domingo, casi frente a la península de Samaná, su sencillo puerto era fácil de defender.
Este pequeño grupo de corsarios fue el origen de una formidable casta de filibusteros que, en poco tiempo, iba a sorprender al mundo con sus extraordinarias e increíbles empresas. Mientras algunos de ellos se dedicaban al cultivo de aquella tierra virgen, que producía un tabaco de excelente calidad, otros, deseosos de vengar la destrucción de las dos pequeñas colonias, se entregaron a la piratería, lanzándose al mar en pequeños botes para dar caza a los españoles.
La isla de la Tortuga se convirtió pronto en un centro importante al que acudieron numerosos aventureros franceses e ingleses de la vecina Santo Domingo y de Europa, enviados allí sobre todo por armadores normandos. Aquella gente, entre la que se encontraban sobre todo hombres inadaptados, soldados y marineros ávidos de botín, que habían llegado a la Tortuga atraídos por el deseo de hacer fortuna y de echar mano a las ricas minas de las que España extraía torrentes de oro, no encontraron en esa pequeña isla lo que buscaban y se entregaron al saqueo de los mares. Hay que tener en cuenta además que sus naciones estaban en guerra continua contra el coloso ibérico.
Los colonos españoles de Santo Domingo, al ver sus comercios saqueados, pensaron en desembarazarse inmediatamente de aquellos ladrones y aprovechando un momento en que la isla de la Tortuga había quedado casi sin guarnición, enviaron poderosas fuerzas para asaltarla. La presa fue fácil y todos aquellos filibusteros que cayeron en manos de los españoles fueron masacrados o ahorcados.
Los filibusteros, que estaban corseando los mares, juraron vengarse en cuanto conocieron la matanza perpetrada y, a las órdenes de Willes, reconquistaron la isla tras una lucha desesperada, asesinando a todo el destacamento español. Pero entonces surgieron ásperas discordias entre los colonos, al ser los franceses más numerosos que los ingleses; los españoles aprovecharon esta circunstancia para caer de nuevo sobre la isla de la Tortuga y expulsar a sus habitantes, que se vieron obligados a refugiarse en los bosques de Santo Domingo.
Del mismo modo que los colonos de San Cristóbal fueron los antecesores de los filibusteros, los bucaneros surgieron a partir de los fugitivos de la isla de la Tortuga. El término bucanero proviene del vocablo caribe bucan, que significa ahumar y secar las pieles de los animales a los que se ha dado caza.
Estos hombres, que más adelante se convirtieron en los más valiosos aliados de los filibusteros, vivían como los salvajes, en miserables cabañas improvisadas con unas cuantas ramas. Su atuendo consistía en una camisa de tela gruesa siempre manchada de sangre, unos toscos calzones, una ancha faja ceñida a la cintura que sostenía un pequeño sable y dos cuchillos, zapatos de piel de cerdo y un sombrero. Sólo tenían una ambición: poseer un buen fusil y una nutrida jauría de grandes perros.
Al no tener familia, se unían de dos en dos para ayudarse entre sí. Al alba salían a cazar, enfrentándose valerosamente a los bueyes salvajes, muy numerosos en los bosques de Santo Domingo; no volvían hasta la noche, cada uno con una piel y un trozo de carne para comer. Para almorzar se conformaban con sorber el tuétano de los huesos más grandes.
Unidos en confederación, comenzaron a molestar a los españoles, que los persiguieron como a bestias feroces. Como no consiguieron destruirlos, exterminaron con grandes batidas a todos los bueyes salvajes, arrebatando a aquellos pobres cazadores cualquier medio de subsistencia.
Fue entonces cuando los filibusteros y los bucaneros se unieron bajo el nombre de Hermanos de la Costa; volvieron a la isla de la Tortuga, con un insaciable deseo de vengarse de los españoles.
Aquellos intrépidos cazadores, que nunca erraban un disparo porque tenían excelente puntería, constituyeron una poderosa ayuda para los filibusteros, que lograron una gran expansión.
La isla de la Tortuga prosperó rápidamente y se convirtió en cobijo de todos los aventureros franceses, holandeses, ingleses y de otras naciones bajo el mandato de Beltrando d'Ogeron, gobernador enviado por Francia.
Puesto que la guerra contra España había estallado de nuevo, los filibusteros comenzaron sus primeras empresas audaces asaltando con desesperado arrojo todas las naves españolas que podían sorprender. Al principio, sólo contaban con miserables chalupas, dentro de las cuales apenas podían moverse, pero más adelante consiguieron excelentes naves, que confiscaron a sus eternos enemigos. Como carecían de artillería eran los bucaneros quienes se encargaban de equilibrar las fuerzas al ser, como hemos dicho, infalibles tiradores; bastaban pocos disparos para aniquilar las tripulaciones españolas.
Su audacia era tal que osaban enfrentarse a los más grandes navíos, a los que abordaban con auténtico furor. Ni la metralla, ni las balas, ni la resistencia más obstinada, los detenían. Eran auténticos desesperados que menospreciaban el peligro, indiferentes ante la muerte; eran auténticos demonios, al menos así lo creían ingenuamente los españoles, que los consideraban seres infernales. Raras veces daban cuartel a los vencidos, como tampoco sus adversarios lo concedían. Solamente perdonaban la vida a personas con rango para obtener después grandes rescates, pero a los demás prisioneros los arrojaban al agua. Eran luchas de exterminio sin cuartel por ambas partes.»
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