I.- El pergamino de Ary
«Qumrán, a treinta kilómetros de Jerusalén, en el desierto
de Judea. Era a Qumrán a donde tenía que ir a despedirme. A Qumrán, reino de la
belleza, corazón de mi alma, inmensidad celeste, vestigio inmenso de los
orígenes, de la creación del mundo, en un lugar tan bajo, tan profundo, que
quien sabe inclinarse puede percibir allí la corteza terrestre, desde la
terraza superior de piedra caliza, entre las rocas del desierto de Judea,
frente al gran acantilado que domina el mar Muerto. Bajo el cielo de Qumrán, el
suelo es árido y el sol reina. Hace calor entre las rocas, calor sobre la
tierra. No hay viento ni ruido, y puede escucharse el paso del lagarto y el
roce de la serpiente en el fondo de los
barrancos y las grietas. Más lejos, en Ain Feshka, un
riachuelo riega la tierra reseca y sus torrentes alimentan el manto freático de
Qumrán.
Es allí donde
vivo, donde escribo: me llaman Ary el escriba. Con los ojos fijos en el
pergamino y la mano apretando la pluma, escribo. Escribo día y noche: no tengo
horario, estación ni calendario, porque la escritura, como el amor, es un mundo
donde el tiempo se eterniza, donde la duración prolonga el instante y lo alarga,
y nadie sabe cuándo viene la luz ni cuándo llega el día.
Soy Ary el
escriba: no hay para mí otra vida que la de escribir, a la sombra, al abrigo
del calor tórrido del gran lago, de su reflejo cegador bajo el cielo, y de los
días y las noches de quienes caminan bajo el sol.
Tengo treinta y
cinco años y ya soy viejo, porque he vivido muchas aventuras lejos del torbellino
de las necesidades de la vida, he viajado mucho y meditado mucho. Porque no he
intentado ganarme la vida, y con frecuencia me he extraviado bajo el sol. Luego
he puesto el mundo entre paréntesis para escribir mi historia, esta historia
particular, inmensa e ínfima, esta historia singular de la que no soy
responsable y que se entrelaza con la Historia.
Desde siempre he
buscado la unión, puedo incluso decir que he consagrado a ella mi vida. Sí,
durante largo tiempo he vagado por los meandros del mundo, los pasajes más
estrechos y los caminos más anchos y, aunque me he perdido en numerosas
ocasiones, no ha sido por culpa de no haber intentado encontrar mi camino.
Actualmente vivo lejos de todos, en una cueva secreta, en un lugar apartado y
desierto, a unos kilómetros de Jerusalén, que llaman desierto de Judea. Allí se
levantan los acantilados de piedra caliza que dominan el lugar más bajo del
planeta, el más sulfuroso, el más denso en sal y que al mismo tiempo conserva
la vida, el lugar más original y más lejano, el más pequeño y sin embargo el
más inmenso, casi irreal: el lugar llamado “Qumrán”.
Soy Ary el
escriba, pero ya no lo soy. Lo había abandonado todo en ese instante y ya no
buscaba la sabiduría. Me había vestido con ropas de ciudad y era como vosotros.
Ya no vivía los tormentos, los trances, las angustias del que busca a Dios. ¡A
Dios! Cuán lejos estaba de la religión que había invadido las más pequeñas
fibras de mi ser.
Los esenios
estaban dentro de mi piel, las letras grabadas sobre mi rostro, el nombre de
Dios tatuado en mi corazón. Yo era Ary el Mesías, pero lo dejé todo detrás de
mí, mi esencia incluso, lejos de mí, y me sentía ligero, muy ligero. A fuerza
de estudiar las letras me había convertido en una letra, la Vav. La Vav
conversiva, la que cambia un futuro en pasado y un pasado en futuro. Había renegado
de la religión, ahora practicaba la apostasía y, lo confieso, comía todo lo que
me ofrecían. Me alzaba libre y orgulloso, anónimo al fin, sin el peso terrible de
la elección, sin ese privilegio que no es sino un fardo. Y decía: «¡A mí el mundo!
¡A mí la vida!» Y escribí: «¡A mí el amor!»
Tengo un utensilio
puntiagudo que sumerjo en tinta para señalar columnas y líneas. Con la pluma y
la resina escribo, y con aceite y agua, y pequeños pedazos de cuero, acabo mi
trabajo y las letras se alinean como bailarinas microscópicas, danzan juntas,
se mezclan y repliegan, se inclinan con grandes arabescos para saludaros, para
daros la bienvenida, para conduciros a algún lugar lejos en este mundo y revelaros
su misterio, así sea. “He colocado mis palabras en tu boca, a la sombra de mi
mano te he dado refugio.”
En el acantilado
hay cuevas, unas excavadas por la mano del hombre y otras naturales. Allí, en
esas excavaciones, fueron encontrados en 1947 rollos y fragmentos de pergaminos
que contienen documentos judíos esenciales. Decenas de miles de fragmentos: una
auténtica biblioteca que data de la época de Jesús, el mayor descubrimiento
arqueológico del siglo XX. Esos manuscritos estaban hábilmente conservados en
ánforas, envueltos en telas para resguardarlos de la humedad.
Fueron escritos
por los esenios: una secta judía, salida de los sacerdotes del Templo, que se
había retirado junto al mar Muerto para esperar el fin de los tiempos y
prepararse a través de la purificación y la inmersión en agua clara. Cuando
llegara el acontecimiento esperado, los malvados serían destruidos y los buenos
saldrían victoriosos. Los esenios se consideraban a sí mismos los Hijos de la
Luz, en combate con los Hijos de las Tinieblas. Desconfiaban de la mujer seductora,
cuyo corazón es una serpiente, y sus vestidos, anzuelos para apartar al hombre
justo de su camino: Lilith, según el mito bíblico. Un demonio que vuela en la
noche para pervertir a los hombres.
Mi destino ha
estado ligado al de los manuscritos. Sin embargo, no estuve predestinado. En mi
juventud fui soldado: he formado parte del ejército en la tierra de Israel, y
combatido noches enteras en defensa de mi país. Mi familia no era religiosa: mi
padre, paleógrafo, había consagrado su vida al estudio de textos antiguos, pero
desde un punto de vista científico, o al menos así lo creía yo. Y yo, después
del ejército, encontré la religión: ella me acogió una mañana de verano, merced
al encuentro con un rabino en el barrio de Mea Shearim, en Jerusalén. Era el
Rabí, y fue él quien me enseñó los preceptos de la Torah, las discusiones del
Talmud e incluso ciertos misterios de la Cábala que sólo conocen los iniciados.
El Rabí se convirtió en mi maestro, mi mentor, y yo en su discípulo. A través
de él descubrí un mundo distinto de aquel en que vivía, un mundo habitado por
un alma, un mundo revestido de ropajes espléndidos, y yo mismo vestí la sotana
oscura de los estudiantes de la Ley.
Con todo mi
corazón me entregué al estudio, con toda mi alma y todas mis potencias busqué
la sabiduría, y la encontré porque leí mucho, aprendí mucho y descubrí en las
danzas misteriosas de los hasidim, en el umbral del amanecer, tanta gracia y
tanta belleza que ya no quise abandonarles.
Entonces remonté el
vuelo y me alejé de mi familia, atea y despreocupada según yo creía, lejana.
Nunca más comí en casa de mi madre porque su cocina no era kosher, y
veía a mi padre, al que tanto quería, de tarde en tarde, hasta el momento en
que a mi pesar me ví arrastrado a una investigación policial. Así fue como yo,
Ary Cohen, el oficial, el estudiante, el escriba, me convertí en detective. Durante
una investigación realizada junto a mi padre, descubrí que los esenios, a los
que se creía desaparecidos, muertos por los romanos, barridos por la Historia,
seguían existiendo. Sin que nadie lo supiera, habían sobrevivido y habitaban en
secreto en las cuevas del desierto de Judea.»
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