miércoles, 17 de mayo de 2017

"Qumran".- Éliette Abécassis (1969)


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 I.- El pergamino de Ary

 «Qumrán, a treinta kilómetros de Jerusalén, en el desierto de Judea. Era a Qumrán a donde tenía que ir a despedirme. A Qumrán, reino de la belleza, corazón de mi alma, inmensidad celeste, vestigio inmenso de los orígenes, de la creación del mundo, en un lugar tan bajo, tan profundo, que quien sabe inclinarse puede percibir allí la corteza terrestre, desde la terraza superior de piedra caliza, entre las rocas del desierto de Judea, frente al gran acantilado que domina el mar Muerto. Bajo el cielo de Qumrán, el suelo es árido y el sol reina. Hace calor entre las rocas, calor sobre la tierra. No hay viento ni ruido, y puede escucharse el paso del lagarto y el roce de la serpiente en el fondo de los
barrancos y las grietas. Más lejos, en Ain Feshka, un riachuelo riega la tierra reseca y sus torrentes alimentan el manto freático de Qumrán.
  Es allí donde vivo, donde escribo: me llaman Ary el escriba. Con los ojos fijos en el pergamino y la mano apretando la pluma, escribo. Escribo día y noche: no tengo horario, estación ni calendario, porque la escritura, como el amor, es un mundo donde el tiempo se eterniza, donde la duración prolonga el instante y lo alarga, y nadie sabe cuándo viene la luz ni cuándo llega el día.
  Soy Ary el escriba: no hay para mí otra vida que la de escribir, a la sombra, al abrigo del calor tórrido del gran lago, de su reflejo cegador bajo el cielo, y de los días y las noches de quienes caminan bajo el sol.
 Tengo treinta y cinco años y ya soy viejo, porque he vivido muchas aventuras lejos del torbellino de las necesidades de la vida, he viajado mucho y meditado mucho. Porque no he intentado ganarme la vida, y con frecuencia me he extraviado bajo el sol. Luego he puesto el mundo entre paréntesis para escribir mi historia, esta historia particular, inmensa e ínfima, esta historia singular de la que no soy responsable y que se entrelaza con la Historia.
  Desde siempre he buscado la unión, puedo incluso decir que he consagrado a ella mi vida. Sí, durante largo tiempo he vagado por los meandros del mundo, los pasajes más estrechos y los caminos más anchos y, aunque me he perdido en numerosas ocasiones, no ha sido por culpa de no haber intentado encontrar mi camino. Actualmente vivo lejos de todos, en una cueva secreta, en un lugar apartado y desierto, a unos kilómetros de Jerusalén, que llaman desierto de Judea. Allí se levantan los acantilados de piedra caliza que dominan el lugar más bajo del planeta, el más sulfuroso, el más denso en sal y que al mismo tiempo conserva la vida, el lugar más original y más lejano, el más pequeño y sin embargo el más inmenso, casi irreal: el lugar llamado “Qumrán”.
  Soy Ary el escriba, pero ya no lo soy. Lo había abandonado todo en ese instante y ya no buscaba la sabiduría. Me había vestido con ropas de ciudad y era como vosotros. Ya no vivía los tormentos, los trances, las angustias del que busca a Dios. ¡A Dios! Cuán lejos estaba de la religión que había invadido las más pequeñas fibras de mi ser.
  Los esenios estaban dentro de mi piel, las letras grabadas sobre mi rostro, el nombre de Dios tatuado en mi corazón. Yo era Ary el Mesías, pero lo dejé todo detrás de mí, mi esencia incluso, lejos de mí, y me sentía ligero, muy ligero. A fuerza de estudiar las letras me había convertido en una letra, la Vav. La Vav conversiva, la que cambia un futuro en pasado y un pasado en futuro. Había renegado de la religión, ahora practicaba la apostasía y, lo confieso, comía todo lo que me ofrecían. Me alzaba libre y orgulloso, anónimo al fin, sin el peso terrible de la elección, sin ese privilegio que no es sino un fardo. Y decía: «¡A mí el mundo! ¡A mí la vida!» Y escribí: «¡A mí el amor!»
  Tengo un utensilio puntiagudo que sumerjo en tinta para señalar columnas y líneas. Con la pluma y la resina escribo, y con aceite y agua, y pequeños pedazos de cuero, acabo mi trabajo y las letras se alinean como bailarinas microscópicas, danzan juntas, se mezclan y repliegan, se inclinan con grandes arabescos para saludaros, para daros la bienvenida, para conduciros a algún lugar lejos en este mundo y revelaros su misterio, así sea. “He colocado mis palabras en tu boca, a la sombra de mi mano te he dado refugio.”
 
 En el acantilado hay cuevas, unas excavadas por la mano del hombre y otras naturales. Allí, en esas excavaciones, fueron encontrados en 1947 rollos y fragmentos de pergaminos que contienen documentos judíos esenciales. Decenas de miles de fragmentos: una auténtica biblioteca que data de la época de Jesús, el mayor descubrimiento arqueológico del siglo XX. Esos manuscritos estaban hábilmente conservados en ánforas, envueltos en telas para resguardarlos de la humedad.
  Fueron escritos por los esenios: una secta judía, salida de los sacerdotes del Templo, que se había retirado junto al mar Muerto para esperar el fin de los tiempos y prepararse a través de la purificación y la inmersión en agua clara. Cuando llegara el acontecimiento esperado, los malvados serían destruidos y los buenos saldrían victoriosos. Los esenios se consideraban a sí mismos los Hijos de la Luz, en combate con los Hijos de las Tinieblas. Desconfiaban de la mujer seductora, cuyo corazón es una serpiente, y sus vestidos, anzuelos para apartar al hombre justo de su camino: Lilith, según el mito bíblico. Un demonio que vuela en la noche para pervertir a los hombres.
  Mi destino ha estado ligado al de los manuscritos. Sin embargo, no estuve predestinado. En mi juventud fui soldado: he formado parte del ejército en la tierra de Israel, y combatido noches enteras en defensa de mi país. Mi familia no era religiosa: mi padre, paleógrafo, había consagrado su vida al estudio de textos antiguos, pero desde un punto de vista científico, o al menos así lo creía yo. Y yo, después del ejército, encontré la religión: ella me acogió una mañana de verano, merced al encuentro con un rabino en el barrio de Mea Shearim, en Jerusalén. Era el Rabí, y fue él quien me enseñó los preceptos de la Torah, las discusiones del Talmud e incluso ciertos misterios de la Cábala que sólo conocen los iniciados. El Rabí se convirtió en mi maestro, mi mentor, y yo en su discípulo. A través de él descubrí un mundo distinto de aquel en que vivía, un mundo habitado por un alma, un mundo revestido de ropajes espléndidos, y yo mismo vestí la sotana oscura de los estudiantes de la Ley.
  Con todo mi corazón me entregué al estudio, con toda mi alma y todas mis potencias busqué la sabiduría, y la encontré porque leí mucho, aprendí mucho y descubrí en las danzas misteriosas de los hasidim, en el umbral del amanecer, tanta gracia y tanta belleza que ya no quise abandonarles.
 Entonces remonté el vuelo y me alejé de mi familia, atea y despreocupada según yo creía, lejana. Nunca más comí en casa de mi madre porque su cocina no era kosher, y veía a mi padre, al que tanto quería, de tarde en tarde, hasta el momento en que a mi pesar me ví arrastrado a una investigación policial. Así fue como yo, Ary Cohen, el oficial, el estudiante, el escriba, me convertí en detective. Durante una investigación realizada junto a mi padre, descubrí que los esenios, a los que se creía desaparecidos, muertos por los romanos, barridos por la Historia, seguían existiendo. Sin que nadie lo supiera, habían sobrevivido y habitaban en secreto en las cuevas del desierto de Judea.»

 

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