martes, 2 de mayo de 2017

"Juegos inocentes juegos".- Ricardo Gómez Gil (1954)

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Siete

«Tres días a la semana, de siete a ocho más o menos, salgo a correr por el barrio. Hace un par de años decidí que era una excusa para huir de casa, aunque también aprovecho para mover el culo porque paso la mayor parte del día sentado, en el instituto, leyendo o con el ordenador.
 [...] Cuando mi padre se fue de casa, mi madre tuvo que buscar trabajo. Hasta entonces, habíamos vivido ni bien ni mal, pero cuando nos quedamos solos mi hermana, mi madre y yo las cosas debieron de ir fatal, aunque a los nueve años no te enteras de los detalles, claro. En eso, mi padre no se portó mal del todo, pues siguió pagando la hipoteca de la casa como si viviera allí y eso que su sueldo no debía de dar para mucho.
 Las máquinas tienen una ventaja enorme en relación con los humanos: se apagan y dejan de funcionar; se encienden y listas otra vez. A mí me gustaría tener un interruptor en el coco; quedarme en standby para respirar, mirar, leer y cosas de esas sin tener que ocuparme de asuntos que a veces me martillean en la cabeza. Si alguien pudiera oír mis pensamientos creería que soy un obseso, y a lo mejor es cierto.
 Otras ventajas de las máquinas: carecen de remordimientos, de escrúpulos y de responsabilidades.
 Estoy seguro de que las cosas se van a poner de verdad chungas para los humanos cuando las máquinas sean más listas y desarrollen algo parecido a los sentimientos y la verdad es que pienso que no falta mucho para eso. Lo de Terminator es ficción, claro y yo no creo que los tiros vayan por ahí, pero que las cosas van a cambiar, eso es seguro.
 A mí me gustaría que los ordenadores tuvieran un código moral, que dijeran qué cosas están bien y qué otras están mal. Te evitarías muchos problemas.
 Hace dos años instalaron en el instituto una intranet y dieron a los profesores PDAS para controlar las asistencias y todo eso. Al principio fue de traca. Lo que antes se hacía con una lista de papel en un minuto, duraba diez porque algunos tutores se liaban con la dichosa maquinita. Yo me partía la caja recordando las clases de la academia. Bueno, pasado el tiempo eso se fue resolviendo.
 Pero lo de la intranet es de verdad serio y yo no sé cómo es posible que alguien no se haya puesto a controlar de verdad el que sea un sitio a prueba de mirones.
 En cuanto supe la dirección del instituto no me llevó más de dos horas entrar a fisgar. ¡Se ve todo! Hay insensatas que dedican su correo a ligar con insensatos, intercambios de fotos y direcciones que servirían para chantajear a más de uno, chismes entre camarillas de profes en que despellejan a otros colegas, exámenes que circulan de aquí para allá... La gente se mueve por ahí creyendo que eso es seguro, pero a veces tuve la sensación de que era como el patio de vecinos de mi casa y de que yo era el hombre invisible y que podía sentarme al lado de alguien para escuchar sus confidencias más íntimas.
 Durante unos meses confieso que dedicaba un rato a echar un vistazo, por el morbo de enterarme de lo que no debía. El profesor de química, por ejemplo, redactaba sus exámenes en casa y se los enviaba al instituto para imprimirlos allí, supongo. Era como llamar a mi puerta y dármelos en mano. Una profesora de educación física recibía en su casa a algunos chicos y chicas de bachillerato y debía de montar unos fiestones de cuidado; cuando la veía luego en la cancha de deportes, entendía algunos gestos suyos que antes me habían pasado inadvertidos.
 A medida que fue pasando el tiempo mi fisgoneo comenzó a darme asco. Era como ver la suciedad de la gente. Aunque el más sucio era yo.
 A eso me refiero cuando hablo de que sería bueno que las máquinas tuvieran criterios morales. Si vas a entrar a un sitio prohibido, el ordenador debería negarte el acceso. Así no sería responsabilidad tuya tomar esa decisión.
 Hace mucho yo presumía ente mis compañeros de lo mucho que sabía de todo esto. Ahora, ni se me ocurre decirles qué puedo hacer.
 Estaba en segundo cuando un chico algo mayor del instituto me pidió que le crackeara un juego. No tardé ni media hora. A la mañana siguiente se lo entregué y me regaló un reloj, una birria de esas con correa de plástico negro y todo lleno de números, que cuesta diez euros en el mercadillo pero que yo lucí los días siguientes con orgullo. ¡Mi primera hazaña de cara a los colegas!
 Pocos días más tarde, me pidió que hiciera lo mismo con otro. y luego con un tercero. y luego, con un Quark Xpress, creo que se llamaba. Cada vez me regalaba algo: una calculadora científica, una radio con auriculares, un boli con puntero láser... La gente de clase flipaba con aquellos artilugios tan chulos y me pedían que les copiase juegos, les arreglara los ordenadores estropeados, les instalara tarjetas de sonido... A cambio, me regalaban algo, porque yo les decía una frase que repetía mi padre y que me parecía muy importante: "Todas las cosas tienen un precio". Recuerdo que los padres de un chico tenían un puesto de fruta en el mercadillo al que iba mi madre. Todos los sábados de un mes comprábamos gratis y mi madre no entendía el porqué; le parecía que aquella familia era simplemente muy generosa con ella.
 Como ocurre en los cuentos la felicidad no podía ser eterna. Un día, dos tipos vinieron al instituto preguntando por mí. Me llevaron al despacho del director y llamaron a mi madre. Eran polis. Me acusaban de ser parte de una red de estafadores o algo parecido. Entonces supe que el hermano del chico que me había pedido que le desprotegiera esos programas tenía una tienda de electrónica e informática. ¡Se había montado un negocio de programas fusilados y había conseguido vender no sé cuántos cientos de miles de euros! De esto me enteré en el juicio. También, de que los dos me acusaban de ser yo casi el cerebro de la operación. Con eso de que yo era menor, trataban de ponerse a salvo de la tormenta.
 Para mi pobre madre, aquel no fue el disgusto de su vida porque había sufrido desgracias mayores, pero pasó una temporada aterrorizada cuando alguien llamaba a la puerta o sonaba el teléfono. Uno de los abogados pedía que mis padres pagaran una millonada y ella se veía sin casa y fregando escaleras varios miles de años. Todo se aclaró y no pasó nada mucho más, aunque una jueza me echó una buena bronca y me hizo devolver la morralla que me habían regalado, que entregué en una bolsa de papel. Era pura porquería. Para entonces, ni el reloj daba la hora ni el puntero láser era capaz de escupir un chorrito de luz.
 Así que no me extraña que la pobre mujer ande un poco nerviosa cada vez que llama esa. A saber qué imagina.»

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