martes, 9 de mayo de 2017

"Marranadas".- Marie Darrieussecq (1969)


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«Me dejaron allí, en el agua. Ya no podía más. Aqualand cerraba sus puertas y yo allí, desnuda como una idiota. Uno de los negrazos que trabajaban de vigilantes se me acercó y me dijo que como siguiera organizando barullo llamaría a la policía. Yo sabía perfectamente, con todas las cosas que pasan en Aqualand, que no iba a hacerlo. Le supliqué que me diera cualquier cosa para ponerme. Se echó a reír, igualito que la ballena disecada que decora el fondo del recinto. Al cabo de un momento, sin embargo, me arrojó una especie de albornoz que me quedaba pequeñísimo. Salí del agua como pude. En esas, vi llegar a unos gendarmes  y me dije que aquello era el final, que por primera vez en mi vida iban a llevarme a comisaría, yo que había llevado siempre una vida decente. Me eché a llorar. Pero los gendarmes no venían por mí. Escoltaban a un montón de señores muy elegantes que llegaban a la piscina. Y sin embargo Aqualand estaba cerrado. Las negras en tanga les colgaban collares de flores en el cuello a los señores, los señores les metían billetes en el tanga. Enseguida se formaron parejas entre los señores y las negras, y entre los señores y los negros también, se ve cada cosa. A algunos incluso les faltó tiempo para ponerse a retozar y se arrojaron vestidos al agua con sus respectivos negros o negras, yo me quedé patitiesa al ver aquello. Y eso que sabía que las fiestas privadas de Aqualand no eran cualquier cosa, pero aún así, en el agua... Luego alguien habló por un micrófono y una gran mesa atestada de comida y bebidas se deslizó sola hasta el borde la piscina. Los señores se arrojaron encima, otros descorcharon botellas de champán en el agua y corrió a chorros por todas partes, al precio que va. Una chica con patines hizo un strip-tease en la pasarela que queda encima del agua. Me daba pánico que me descubrieran, más que nada porque todos aquellos señores empezaban a estar borrachos de verdad y, yo lo sabía por Honoré, el alcohol transforma por completo a la gente. Un hombre que ha bebido, lo digo por las jóvenes a quienes se autorice a leer este testimonio, olvida su natural amable. Yo creo que lo mejor para las jóvenes de ahora, me permito emitir este juicio después de todo lo que me ha tocado vivir, es encontrar un buen marido que no beba, porque la vida es dura y una mujer no funciona como un hombre, y por otra parte no son los hombres los que se van a ocupar de los niños, y todos los gobiernos lo dicen, no hay bastantes niños. La chica de los patines remató su número trepando desnuda a una palmera para desplegar un inmenso cartel, y entonces todo el mundo aplaudió. El cartel rezaba: Edgar no sé cuántos, por un mundo más sano. Intenté escuchar el discurso que siguió, pero siempre me ha costado mucho concentrarme en ese tipo de cosas, pues no tengo muchos estudios. Lo que entendí es que aquel señor decía que todo iría mejor; que estábamos en un período de cambio de lo más indecente pero que gracias a él saldríamos adelante. Me enteré de que iban a celebrarse elecciones. Edgar parecía agradable, pensé que tampoco perdía nada al fin y al cabo, que si las cosas se ponían feas siempre podría prometerle mi voto. Salí lo más discretamente posible de mi mangle. Todo el mundo estaba borracho. Sonaba una música estruendosa, se atenuaron las luces, me dije que aquello favorecía mi huida. Unos rayos láser o no sé qué empezaron a girar y a dar vueltas por el recinto, todo el mundo brincaba y se empujaba al agua. Caí de pleno entre las zarpas de un tipo que no estaba borracho. Me puso un enorme revólver en la sien. Pensé que me moría. Me empujó a una pequeña habitación que había allí al lado. Unos señores con chaleco antibalas me hicieron una serie de preguntas. [...] En esas entró un señor trajeado. Preguntó qué pasaba allí y me ayudó a incorporarme bastante galantemente. Los hombres con chaleco antibalas no chistaron y el que se había puesto nervioso se enfundó el arma. El señor dijo que había oído gritar, como si estuviesen degollando a un cerdo. Me miró como compadecido. Me llevó con él y me invitó a una copa de ron. Se advertía que meditaba mientras me miraba. Me preguntó cómo me encontraba y todo eso. Luego me arrojó una toalla para que me lavase y ordenó a una negra que me trajese un vestido. Imagínense, dos vestidos nuevos el mismo día. Y además bonitos. El señor llamó a alguien con su teléfono móvil y vi aparecer, no se lo creerán, a una de mis antiguas compañeras de la tienda. No dijo nada cuando me vio, pero saltaba a la vista que se preguntaba qué podían ver en mí y por qué estaba yo allí y no ella. Me peinó dándome tirones, dijo que no había manera de hacer nada con mi pelo, el señor dijo que no era grave. "Cuanto más paleta parezca, mejor", dijo. No me atreví a protestar. La chica me maquilló. [...] El señor despidió a la chica y me hizo acompañarle a un despacho donde estaban Edgar y otros dos señores muy elegantes, con dos o tres chicas. "He encontrado la joya que buscábamos", dijo el señor con expresión triunfante. [...] Yo ya me veía haciendo una gran carrera en el cine y, la verdad, no iba muy descaminada. Imagínense que a los dos minutos se presentó un fotógrafo con una Polaroid y empezó a acribillarme a fotos. Luego, los señores se olvidaron de mí y se pusieron los tres a contemplar las fotos. Y yo, allí, a la expectativa, preguntándome qué podían ver en mí. "¡Por un mundo más sano!", se puso a berrear uno de los señores, y empezaron a reírse todos a mandíbula batiente. Pensé que se burlaban de mí. El fotógrafo me llevó a su casa. Tuve que pasarme toda la noche posando para él, y que si ahora te cambio la luz y que si ahora te empolvo la jeta. [...] Si bostezaba, el fotógrafo me insultaba, me obligaba a sonreír, a ponerme de tal o cuál manera, no te digo. El fotógrafo me puso un fajo de billetes en la mano y me despachó. A mí me pareció correcto. Lo único que lamentaba era no haber visto el final de la fiesta en Aqualand, yo que nunca había estado invitada a semejantes saraos.» 
 

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