Advertencia del prólogo sobre cómo van las cosas del mundo. Comenzamos la historia de un hombre esforzado, valeroso y aventurero, que mucho amor inspiró
«Libre de pesar no hay ninguna de las cosas humanas, ninguna de las acciones ni de las empresas de la tierra. Alegría y tristeza andan mezcladas e incluso confundidas. Ni siquiera, en efecto, la belleza y el encanto escapan al dolor; y de igual modo el sufrimiento, a menudo, no queda distante de la alegría. En la gloria y la pompa, en el honor y en la riqueza, en la belleza y la cordura, en la sabiduría, en el coraje, en el amor, en la arrogancia, en la noble figura, en todo cuanto aporta placentera alegría y gozo, en medio de todo ello puedes atisbar peligro y reproche, daño y obstáculos, riesgos de un vecino dolor. Basta sólo con evocar la privación de lo anhelado. Una pasión a la que se ha separado de su anhelo no guarda continencia y no tiene, decirlo puedes, de todo lo demás reparo alguno. De tal modo como el amor rezuma gracia en todos sus actos, así en la separación se hincha de incontable amargor. A medida que leas este escrito y te aprendas sus versos, conocerás por los hechos las dulciamargas penas de amor. Porque ésa es la naturaleza del amor: ofrecer una ambigua dulzura. Conque hacia este objetivo va a llevarnos el relato.
Comienzo de la trama y sus preliminares
Había, pues, un rey bárbaro, monarca encumbrado, soberano de múltiples riquezas, señor de vastos dominios, de desmedida arrogancia y de majestuoso porte, que tenía tres hijos hermosos y muy amados, quienes por su belleza y su inteligencia atraían el afecto de todos y eran enteramente admirables y muy distinguidos por su valor.
Viéndolos su padre semejantes en su buena disposición, en su belleza, su arrogancia y todo su valor, por igual repartía entre los tres su cariño paterno. Deseaba ver al primero heredero de la corona y, a la vez, que el segundo compartiera tal herencia y con el mismo vivo ardor ansiaba que el tercero recibiera el gobierno de la monarquía. Los juzgaba a los tres dignos de la corona y del imperio.
El caso es que no quería preferir uno a otro. Pero transmitir a todos el poder no lo juzgaba posible, no lo veía conveniente, porque le parecía que podría ser motivo de confusión y de revueltas. Así que convocó una audiencia solemne y allí llama a sus hijos y con gran afecto les dice lo siguiente:
-"Hijos míos, orgullo de mi alma y miembros de mi carne, yo esta corona, mi poder, la gloria y el imperio, entregároslo y transferirlos a vosotros deseo.
Sin embargo, mi afecto hacia los tres es idéntico, igual es mi amor hacia todos, así que no sé a quién preferir ni a quién designar el primero ni a quién dejar dueño de esta corona. Y transmitir a la vez a los tres el poder supremo y absoluto no lo quiero, porque deseo que la corona y el mando no provoquen combates sino que permanezcan estables para el porvenir y por mucho tiempo.
Porque un bien que se deposita en común acaba por engendrar desorden. Pues así como no hay comunidad posible de bienes en el terreno de la pasión amorosa, así tampoco hay esto en el ejercicio del poder supremo.
Aquí tenéis dineros en cantidad, poderes militares y tropas y, en fin, cuanto conviene para empresas de fama. Aquí tenéis tesoros, provisiones y un montón de soldados. ¡Marchad, avanzad con cuantiosas riquezas y todos los efectivos que apetezcáis a vuestro servicio!
Quien muestre gran audacia al frente del ejército, quien demuestre la habilidad, inteligencia y la sensatez más noble y la conducta más propia de un rey, quien obtenga un mayor trofeo con sus conquistas, a ése le entregaré el poder del mando supremo, a ése le coronaré y nombraré rey en mi lugar."
Ninguno replicó a estas palabras de su padre, a las decisiones y órdenes paternas sino que con mucha ternura, con mucho amor, con mucha decisión, con mucho coraje, con numerosos efectivos y numeroso ejército, con cuantioso bagaje y numerosas armas, se despidieron rápidamente y los tres juntos se ponen en camino.
Ahora los tres parten a la aventura
Cruzaron múltiples territorios, vastos y de difícil acceso y, al fin -por pasar por alto muchísimos pormenores de esta marcha-, llegaron a una región desierta al pie de una montaña inabordable, escarpada y a pico. Su cumbre se elevaba por encima de las nubes, no ofrecía subida, era áspera, rocosa, sombría, salvaje, formidable.
En tal momento deliberan sobre qué decisión adoptar, sobre qué van a hacer.
[...] comenzaron a ascender y treparon durante largas jornadas y con muchos esfuerzos avanzaban escalando hacia las alturas de la cima. Afortunadamente, tras una marcha de casi tres meses se encontraron en la cumbre del monte. Allí hallaron un lugar deleitoso y ameno. un prado de un sorprendente encanto, casi prodigioso, con un río cristalino en medio de la pradera, y rosas y lirios que se mezclaban como en la trama de una alfombra inmensa, y flores de plantas variopintas que arrebataban el sentido.
Desmontaron, se sentaron y reposaron un poco, soltando a sus caballos en medio del campo. Admiraron la galanura del paisaje y lo atractivo del lugar y se lavaron en las aguas del río.»
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