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«"Frívolo". ¡Cómo se esforzó, aquel día en Magill Road, por escuchar la palabra de los dioses, tecleada en su máquina de escribir esotérica! Cuando ahora mira hacia atrás, solamente puede sonreírse. Qué extravagante, qué pintoresco ciertamente el creer que a uno le iban a mandar una notificación, cuando le llegara la hora, para que pusiera en orden su alma. ¿Qué seres podrían quedar, y en qué rincón del universo, que estuvieran interesados en comprobar todos los relatos de los agonizantes que ascienden a los cielos, con el debe en una columna y el haber en otra?
Y, sin embargo, "frívolo" no es una mala palabra para resumirlo a él, tal como era antes del suceso y tal como quizá sigue siendo. Si bien en el curso de una vida entera no ha hecho mal a nadie, tampoco ha hecho ningún bien. No dejará ningún rastro tras de sí, ni siquiera un heredero que lleve su nombre. "Pasar sin hacer ruido por el mundo", así es como, en tiempos pasados, se describían las vidas como la suya: ocupándose de sus intereses personales, prosperando con discreción, sin llamar la atención. Si no queda nadie para emitir un juicio sobre una vida así, si el Gran Juez de Todo ha renunciado a juzgar y se ha retirado a cortarse las uñas, entonces lo dictaminará él mismo: "Una oportunidad perdida".
Nunca había creído que tendría nada que decir a favor de la guerra pero, acostado en su cama de hospital, consumiendo tiempo y siendo consumido, parece estar revisando sus opiniones. En el hecho de arrasar ciudades, de saquear sus tesoros, de masacrar a inocentes, en toda esa destrucción insensata, empieza a detectar cierta sabiduría, como si en su nivel más profundo la historia supiera lo que está haciendo. ¡Abajo lo viejo, abrid paso a lo nuevo! ¿Qué puede haber más egoísta, más mezquino -esto en concreto es lo que lo atormenta- que morir sin hijos, acabando con el linaje, sustrayéndose a sí mismo de la gran obra de la generación? Peor que mezquino, de hecho: antinatural.
El día antes de su alta hospitalaria tiene una visita inesperada: el chico que lo atropelló. Wayne no sé cuántos, Bright o Blight. Wayne ha venido para ver cómo le está yendo, aunque parece que no para admitir ninguna culpa.
-Se me ha ocurrido pasar a ver cómo le iba, señor Rayment -dice Wayne-. Siento mucho lo que pasó. Qué mala suerte.
No es un artista de las palabras, el joven Wayne. Y, sin embargo, su declaración es meticulosamente evasiva, como si le hubieran dicho que había micrófonos en la habitación. Y ciertamente, tal como descubre más tarde, el padre de Wayne se pasa en el pasillo todo el tiempo que dura la visita, escuchando a escondidas. No hay duda de que le ha dado instrucciones previas a Wayne: "Sé respetuoso con el vejestorio, dile que lo sientes, pero, pase lo que pase, no admitas que hiciste nada malo".
Lo que padre e hijo se dicen en privado sobre ir en bicicleta por calles atestadas de tráfico se lo puede imaginar perfectamente. Pero la ley es la ley: incluso los vejestorios estúpidos que van en bicicleta tienen derecho a no ser arrollados, y Wayne y su padre lo saben. Deben de estar temblando ante la perspectiva de un pleito, puesto por él o por la compañía de seguros. Debe de ser por eso por lo que Wayne elige sus palabras con tanto cuidado.
"Qué mala suerte." A él se le ocurre una larga serie de respuestas posibles, empezando por "No tuvo nada que ver con la suerte, Wayne, es que conduces de pena". Pero, ¿de qué sirve meterle puyas a un chaval que no tiene capacidad para arreglar lo que ha roto? "Vete y no peques más": eso es lo mejor que se le ocurre ahora mismo. La típica sentenciosidad de vejestorio que haría que los Blight, padre e hijo, se fueran a su casa riéndose a carcajadas. Cierra los ojos y desea que Wayne se marche.
Un accidente: algo que sucede a uno, algo no intencionado, inesperado. Según esa definición, está claro que él, Paul Rayment, ha tenido un accidente. Pero, ¿qué hay de Wayne Blight? ¿Acaso Wayne también sufrió un accidente? ¿Cómo se sintió Wayne en el instante en que el misil que estaba pilotando en medio de una nube de música a todo trapo se clavaba en la carne humana agradablemente blanda? Una sorpresa, sin duda, algo inesperado y no intencionado; y, sin embargo, no exento de placer. ¿Puede decirse que lo que sucedió en el cruce maldito le ocurrió a Wayne? Si algo le ocurrió a alguien, a su parecer, fue Wayne lo que le ocurrió a él.
Abre los ojos: Wayne sigue junto a la cama, el sudor le cae sobre el labio superior. ¡Por supuesto! A Wayne deben de haberle machacado en la escuela que uno no sale de la habitación hasta que el maestro anuncia que se ha acabado la clase. ¡Qué alivio debió de sentir Wayne cuando por fin se vio libre de la escuela y los maestros y demás, y pudo pisar a fondo el acelerador, bajar las ventanillas y sentir el viento en la cara, mascar chicle, subir la música a todo volumen y gritar "¡A tomar por culo, colega!" a los vejestorios a los que iba arrollando! Y ahora aquí está, constreñido de nuevo, teniendo que poner cara de obediencia, buscando palabras que suenen a disculpa.
Así que el enigma se resuelve. Wayne está esperando una señal y él quiere que Wayne salga de su vida.
-Está bien que hayas venido, hijo -dice-. Pero me duele la cabeza y tengo que dormir, así que adiós.»
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