domingo, 14 de agosto de 2016

"Eusebio".- Pedro de Montengón (1745-1824)


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 Parte segunda. Libro primero

 "Aquí dio fin con llanto el buen viejo a su narración. Hardyl le dijo entonces:
 -Aunque sois digno a la verdad de la mayor comprensión, no sé si prepondera más en mí este afecto o bien el de la admiración de vuestra constancia en tantas y tan acerbas desventuras. El caso es que os debemos y os damos muchas gracias por la relación que nos hicisteis de ellas, pues nos hallamos también en estado en que nos puede aprovechar vuestro ejemplo.
 -¿Cómo? -dijo entonces el viejo Bridway-, ¿también sois vosotros del número de los desdichados?
 -Si las desgracias -responde Hardyl-, pueden hacer al hombre desdichado, nosotros nos pudiéramos contar en ese número; pero como colocamos la sola dicha en la virtud, podemos parecer infelices a los ojos del mundo, sin que de hecho lo seamos. A lo menos tales no nos reputamos.
 -¡Oh, huésped! ¿Qué decís? ¿Si yo hubiera poseído la virtud, creéis que no fuera desdichado? La muerte ignominiosa de un hijo, la bárbara violencia y el sufrido deshonor de una hija inocente, su muerte aciaga, la de mi mujer, la privación de mis bienes, la horrible miseria y abandono en que me vi, tantos males desplomados a una sobre mi cabeza, ¿no me hubieran visto infeliz aunque abrumado de todos ellos, si yo hubiese poseído la virtud?
 -¿Pues qué? ¿Esos bienes -le dijo Hardyl-, los reputabais vuestros? ¿Estuvo en vuestra mano el hacer que vuestra inocente hija no fuese violada o que no muriese vuestro hijo en la horca? El que nace a este mundo, ¿no queda expuesto a todos los accidentes buenos y malos que lo agitan? 
 -Pero todo eso -replicó el viejo-, ¿qué tiene que ver con la virtud para qué ésta pueda impedir que no sean infelices los que prueban las desgracias mayores?
 -Os lo diré -respondió Hardyl-. El alma, alimentada de estas reflexiones que son las máximas de la sabiduría, va insensiblemente fortaleciéndose con ellas, de modo que puede llevar enfrenado y regir con vigorosa mano los deseos e inclinaciones del corazón para que no se aficione sobradamente a los objetos de la tierra, que de un día a otro puede perder arrebatados de la misma fortuna que se los dio, o de la muerte que tarde o presto debe llegar. El hombre, persuadido de esto, no puede dejar de amar, por ejemplo, al hijo o a las riquezas, si las tiene. Pero este amor y esta afición contenidos de las máximas de sabiduría, se templan de modo que las fuerzas que adquiere la desconfianza con la reflexión de la incertidumbre de tales bienes, las pierde el amor de estos mismos, dando lugar en el pecho a la moderación y a la constancia; dos nobles sentimientos de la virtud, y más sublimes que los del afecto y del amor que tales cosas merecen. ¿Llegan a sobreponerse estos sentimientos de moderación y constancia a los demás efectos del alma? Entonces, si la suerte le arrebata el hijo, o si lo despoja de las riquezas, lo siente sí, porque son cosas sensibles; pero la virtud, armando su pecho de fortaleza le dice: no era eterno, ni menos tuyo el hijo que nació para morir, ni tampoco las riquezas que te dio en préstamo la fortuna y como ganada al juego de sus caprichos. ¿Querrás oponer, hombre pequeño, ciego y miserable, tus revoltosos sentimientos al impulso terrible y eterno que dio la omnipotente mano del Criador a los bienes y males de este suelo, para que revolviéndolos con ley cierta e invariable, sirviesen a sus fines incomprensibles e inescrutables? ¿Qué es tu hijo, su deshonor, el tuyo, tus riquezas, tus desgracias, tu vida y muerte en el rincón desconocido de una provincia, de una ciudad, en cotejo de los infinitos accidentes que alterando todos los reinos e imperios de este suelo o de otros si los hay, deben servir a las miras eternas de aquel que desde el trono, a quien son los astros brillante pavimento, no pierde de vista al insecto que tus ojos no descubren, o que descubierto, huellas por lo mismo con planta altanera y desdeñosa? Los males que padeces limitados a tu miseria y pequeñez son sensibles; pero medítalos y verás cuánto los agravan tus mismas pasiones, tu vanidad, tu ambición, tu soberbia, tu opinión. Despójalos de estas ideales circunstancias y dime qué les queda. Perdonad, buen huésped -continuó diciendo Hardyl-, pues la materia me llevaría muy adelante y no quisiera haceros mala obra pues es tarde y la comida os espera".

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