Prosa tercera
"Ya se callaban ambos pastores libres del cantar, cuando todos incorporados, dejando allí a Uranio con dos compañeros, nos pusimos a seguir a las ovejas, que un buen trecho, bajo la vigilancia de los fieles perros, habían ya recorrido. Y pese a que los frondosos saúcos cubiertos de olorosas flores ocupaban casi la totalidad del amplio camino, la luz de la luna era tan clara que, como a pleno día, aparecía el sendero. Y así, siguiendo a las ovejas, íbamos en el silencio de la serena noche conversando sobre las canciones que habíamos oído y encomiando el iniciar de Montano, pero mucho más el rápido y seguro responder de Uranio, a quien el sueño (aunque apenas despierto comenzase a cantar) no le pudo restar ni un ápice de los merecidos elogios. Por lo que cada cual daba gracias a los benignos dioses por habernos guiado de improviso a tal deleite. A veces sucedía que mientras nosotros marchábamos por el camino hablando de estas cosas, los roncos faisanes cantaban en sus moradas, y nos hacían a menudo, por escucharlos, dejar interrumpidas las conversaciones, que nos parecían más agradables de esta forma a que si las hubiésemos proseguido ordenadamente, sin tan agradable molestia. Entre tales placeres llegamos a nuestras cabañas, en donde después de acallar el hambre con rústicas viandas, nos echamos a dormir sobre la acostumbrada paja, esperando vivamente el nuevo día, en el que con solemnidad debía celebrarse la alegre fiesta de Pales, veneranda diosa de los pastores.
Por reverencia de la cual, tan rápido como el sol apareció en oriente, y los pájaros sobre las verdes ramas cantaron, anunciando la cercana luz, cada uno de nosotros, igualmente despierto, comenzó a adornar su establo con ramas verdísimas de encinas y madroños, colocando sobre la puerta una larga guirnalda de hojas y de flores de retama; y después con humo de azufre cada cual fue rodeando devotamente los satisfechos rebaños, y purgándolos con piadosos ruegos para que ningún mal les pudiese acontecer. Cada cabaña retumbó con el sonido de diversos instrumentos, cada camino y poblado; y todo trivio se vio sembrado de verdes mirtos. Y todos los animales en la santa fiesta conocieron el deseado reposo. Las rejas, los rastrillos, las azadas, los arados y los yugos, ornados con guirnaldas de recientes flores, mostraron la huella de un agradable ocio. No hubo nadie entre los yunteros que durante aquel día pensase en hacer labor o tarea alguna; todos alegres cantaron amorosas canciones alrededor de los enguirnaldados bueyes en los pesebres. Además se pudo ver por los caminos a los muchachos vagabundos ejercitar pueriles juegos junto a las sencillas doncellas, en señal de común alegría.
Pero para poder ofrecer entonces con fervor los votos, hechos en las necesidades pasadas, sobre los humeantes altares, todos juntos nos dirigimos al santo templo. Llegados a éste después de subir unos pocos peldaños, vimos pintadas sobre su puerta algunas selvas y colinas bellísimas y abundantes en árboles frondosos, y en mil variedades de flores; entre aquellos se veían muchos rebaños, que iban pastando y esparciéndose por los verdes prados, con unos diez perros alrededor que los vigilaban; las pisadas de éstos se discernían muy bien sobre el polvo. De los pastores algunos ordeñaban, algunos tundían lana, otros tocaban zampoñas y otros había que cantando parecía que procuraban armonizarse con el sonido de aquellas. Pero lo que miramos con más placer fue un grupo de Ninfas desnudas, que estaban medio escondidas detrás de un tronco de castaño, riéndose de un carnero, que por pretender coger una guirnalda de encina, que le colgaba delante de los ojos, se olvidaba de comer las hierbas que alrededor tenía. En este punto llegaban cuatro Sátiros con cuernos en la cabeza y pies caprinos, caminando sigilosamente entre una maleza de lentiscos, para sorprender a las Ninfas por la espalda; advirtiéndolo éstas, se daban a la fuga por el tupido bosque, sin esquivar los espinos y todo lo que les pudiese dañar. Entre ellas había una, más rápida que las otras, que se había subido en un carpe, y desde allí, con una larga rama en la mano se defendía; las otras, por el miedo, se habían lanzado a un río y por este huían nadando, y las blancas olas poco o nada les escondían de sus blancas carnes. Una vez que se veían libres de peligro, quedaban sentadas en la otra orilla, agitadas y anhelantes, secándose los mojados cabellos; y con gestos y con palabras parecía que quisiesen increpar a los Sátiros, que no las habían podido alcanzar".
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