sábado, 20 de agosto de 2016

"Adolfo: relato encontrado entre los papeles de un desconocido".- Benjamín Constant (1767-1830)

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 Capítulo primero

 "Acababa de terminar a los veintidós años mis estudios en la universidad de Gotinga. La intención de mi padre, ministro del Elector de XXX, era que yo recorriera los países más importantes de Europa. Deseaba que luego volviera a su lado para que entrara en el departamento cuya dirección le había sido confiada y cuidar así personalmente de mi preparación con el fin de que un día pudiera convertirme en su sucesor. A base de un trabajo tenaz y en medio de una vida muy disipada, había logrado unos éxitos con los que había superado a mis compañeros de carrera, lo que dio lugar a que mi padre concibiera respecto a mí unas esperanzas probablemente muy exageradas.
 Precisamente esas esperanzas habían hecho que mirara con gran indulgencia los muchos errores que yo había cometido. Nunca había consentido que yo sufriera lo más mínimo a causa de sus errores. Nunca me había negado nada, e incluso a menudo se adelantaba a mis solicitudes de ayuda, la causa de las cuales eran precisamente mis juveniles locuras.
 Por desgracia esa conducta de mi padre nacía mucho más de su nobleza y generosidad que de su cariño por mí. Por mi parte, yo reconocía sin reserva alguna el derecho que tenía a mi gratitud y respeto. Pero nunca había existido entre nosotros la menor confianza. Su espíritu poseía un no sé qué de irónico que se adecuaba mal con mi carácter. Por aquel entonces, yo no deseaba otra cosa que entregarme a esas emociones primitivas y llenas de fuego que elevan el alma por encima de la esfera común y le inspiran el desdén de todo lo que la rodea. Mi padre era para mí no un censor sino un observador frío y cáustico que, primero, sonreía con irónica comprensión e, inmediatamente, daba por terminada la conversación dando muestras de impaciencia. Durante mis primeros dieciocho años, no me acuerdo de haber sostenido con él una conversación que durara una hora. Sus afectuosas cartas estaban llenas de consejos, eran razonables, sensibles; pero apenas nos hallábamos el uno frente al otro, adivinaba en él una falta de naturalidad que no acababa de explicarme y que actuaba en mí de forma negativa y penosa. Entonces yo no sabía lo que era la timidez, esa desazón interior que nos persigue hasta edad avanzada, que sepulta en lo más hondo de nuestro corazón las más profundas emociones, hace que se hielen nuestras palabras, desnaturaliza en nuestros labios todo lo que tratamos de decir y no nos permite expresarnos más que con palabras vagas o con una ironía más o menos amarga, como si quisiéramos vengarnos de nuestros propios sentimientos por el dolor que sentimos al no poder darlos a conocer. Desconocía yo que mi padre era tímido, incluso con su hijo, y que a menudo después de haber esperado largamente algún testimonio de mi afecto que su aparente frialdad parecía impedir, se alejaba de mí con los ojos bañados en lágrimas y se quejaba ante otros de que yo no le quería.
 El hecho de sentirme coaccionado ante él tuvo gran influencia sobre mi carácter. Tan tímido como él, pero más agitado por ser más joven, me acostumbré a encerrar en mí mismo todo lo que sentía, a concebir planes en solitario, a no contar más que conmigo para su ejecución, a considerar las opiniones, el interés, la ayuda e incluso la mera presencia  de los demás como una molestia o un obstáculo. Adquirí la costumbre de no hablar jamás de lo que me interesaba, de no someterme a la conversación más que como a una necesidad inoportuna participando entonces en ella con un desenfado perpetuo, lo que hacía que fuera menos fatigosa para mí y me ayudaba a ocultar mis verdaderos pensamientos. De ahí una cierta ausencia de franqueza que aún hoy me reprochan mis amigos y una resistencia a hablar en serio que todavía tengo dificultades en vencer. Al mismo tiempo todo ello originó en mí un gran deseo de independencia, un ansia impaciente por romper los lazos que me tenían atado y un invencible terror ante la posibilidad de contraer otros nuevos. Sólo me encontraba bien cuando estaba solo y tal es incluso ahora el efecto de esta disposición de ánimo que, aun en las circunstancias de menos importancia, cuando debo elegir entre dos opciones, la presencia humana me turba y mi natural inclinación es huir de ella para deliberar en paz".    

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