Prefacio: en el que el autor de esta singular obra cuenta al lector cómo terminó adquiriendo la certeza de que el Fantasma de la Ópera existió realmente
"El fantasma de la Ópera existió. No fue, como durante mucho tiempo se creyó, una inspiración de artistas, una superstición de directores, la creación insulsa de los cerebros excitados de esas damiselas del cuerpo de baile, de sus madres, de las acomodadoras, de los empleados del guardarropa y de la portería.
Sí, existió en carne y hueso, aunque se diese todas las apariencias de un verdadero fantasma, es decir, de una sombra.
Al empezar a compulsar los archivos de la Academia nacional de música, me había sorprendido la asombrosa coincidencia de los fenómenos atribuidos al fantasma, y del más misterioso, del más fantástico de los dramas; no tardé mucho en verme arrastrado a la idea de que quizá pudiera explicarse de modo racional aquélla por éste. Los sucesos apenas datan de hace una treintena de años y no sería difícil encontrar todavía hoy, en el foyer mismo de la danza, ancianos muy respetables, cuya palabra no podría ponerse en duda, que recuerden, como si hubiera sido ayer, las condiciones misteriosas y trágicas que acompañaron al rapto de Christine Daaé, la desaparición del vizconde de Chagny y la muerte de su hermano mayor, el conde Philippe, cuyo cuerpo fue hallado a orillas del lago que se extiende por debajo de la Ópera por el lado de la calle Scribe. Pero hasta ese día ninguno de tales testigos había creído oportuno mezclar en esa terrible aventura al personaje más bien legendario del fantasma de la Ópera.
La verdad penetró lentamente en mi cabeza, alterada por una investigación que chocaba, a cada paso, con sucesos que a primera vista podían considerarse extraterrestres; más de una vez estuve a punto de abandonar una tarea en la que me agotaba persiguiendo una vana imagen sin cogerla jamás. Finalmente tuve la prueba de que mis presentimientos no me habían engañado y vi recompensados todos mis esfuerzos el día en que adquirí la certeza de que el fantasma de la Ópera había sido algo más que una sombra.
Ese día yo había pasado largas horas en compañía de las Memorias de un director, obra ligera del excesivamente escéptico Moncharmin, que durante su paso por la Ópera no comprendió nada de la conducta tenebrosa del fantasma, y que se burló de él tanto como pudo, en el momento mismo en que era la primera víctima de la curiosa operación financiera que se producía en el interior del "sobre mágico".
Acababa yo de salir desesperado de la biblioteca cuando encontré al encantador administrador de nuestra Academia nacional, que charlaba en un descansillo con un viejecito impulsivo y coqueto, al que me presentó alegremente. El señor administrador estaba al corriente de mis investigaciones y conocía la impaciencia con que yo había intentado descubrir el retiro del juez de instrucción del famoso caso Chagny, el señor Faure. Se desconocía qué había sido de él, si estaba muerto o vivo; y resulta que, de regreso del Canadá, donde acababa de pasar quince años, su primera salida en París había sido para pedir un pase de favor a la secretaría de la Ópera. Aquel viejecito era el propio señor Faure.
Pasamos juntos buena parte de la velada y me contó todo el caso Chagny tal como lo había entendido él en otro tiempo. Por falta de pruebas, había tenido que pronunciarse por la locura del vizconde y por la muerte accidental del hermano mayor, pero seguía convencido de que entre ambos hermanos, y a propósito de Christine Daaé, había ocurrido un drama terrible. No supo decirme qué había sido de Christine, ni del vizconde. Por supuesto, cuando le hablé del fantasma, no dejó de echarse a reír. También la habían puesto al corriente de las singulares manifestaciones que entonces parecían atestiguar la existencia de un ser excepcional que hubiera elegido por domicilio uno de los rincones más misteriosos de la Ópera, y había conocido la historia del "sobre", pero en todo ello no había visto nada que pudiera llamar la atención de un magistrado encargado de instruir el caso Chagny, y apenas sí había escuchado durante unos instantes la declaración de un testigo que se había presentado espontáneamente para afirmar que había tenido ocasión de encontrarse con el fantasma. Ese personaje -el testigo- no era sino el mismo al que todo París llamaba "el Persa", sobradamente conocido por todos los abonados de la Ópera. El juez le había tomado por un iluminado.
Como supondréis, quedé prodigiosamente interesado por la historia del Persa. Quise encontrar, si aún era posible, a ese precioso y original testigo".
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