jueves, 18 de agosto de 2016

"El bosque animado".- Wenceslao Fernández Flórez (1885-1964)

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Estancia XV
Un insecto sobre el agua

 "El señor D'Abondo decidió dedicar a la pesca alguna de sus horas vacías.
 Se pertrechó, bajó al Mero -que así se llama el río- y dedicóse a buscar en sus márgenes el lugar más conveniente para la empresa. Creyó encontrarlo junto a un grupo de abedules de plateada corteza, que le permitía disimularse y no alarmar a los peces. Sentóse, distribuyó sus trebejos, armó la caña, y unos minutos después, sobre el agua oscura, revolaba graciosamente el anzuelo, con esos giros y esos borneos que saben imprimirle los buenos pescadores especializados.
 Una trucha pequeñita lo vio y salió como una flecha a contárselo a las demás. Todas se sintieron contentas.
 Incurrirá en error quien suponga que la trucha ignora los ardides del hombre. La listeza de la trucha es un tópico entre nosotros y muchas veces nos sirve de paradigma pero sin que sepamos aproximadamente hasta dónde puede llegar. Acaso millones y millones de seres humanos se asombren en su egocentrismo si se les informa de que la trucha es un animal deportista. Y, sin embargo, es una verdad más exacta que otras muchas verdades en las que creemos a pies juntillas. En la pesca hay un deportista -el hombre- en la ribera , y otro deportista -la trucha- en el agua. Cada uno de estos seres practica un deporte que no se parece al del otro: el del hombre con la caña es soso, tranquilo, cachazudo; el de la trucha es apasionante, peligroso, dinámico. Su juego consiste en coger el saltamontes o la mosca sin quedar cruelmente retenida por el sutil garfio del anzuelo. Su goce es infinitamente más grande que el del pescador porque el riesgo lo subraya. Pensaréis que parece muy poca cosa un saltamontes para merecer que se arriesgue por él la vida. Para un hombre, sí. Pero si vuestra opinión ha de ser tenida en cuenta en este asunto, será preciso que discurráis como una trucha, no como un hombre. Mas, aunque no lo hicieseis así, os bastará recordar que en el deporte no se busca una utilidad inmediata y directa. Los hombres mismos, ¿no hallan placer en los saltos con pértiga o con esquí? ¿No juegan su vida marchando a velocidades increíbles sin alcanzar más que una copa de plata -de baja aleación- que para nada sirve? Bien sabe la trucha que puede estar la muerte al extremo de aquel hilo que pende sobre el agua; pero el alpinista no ignora que también puede encontrarla en su ascensión y el boxeador en el ring y el carrerista en un recodo y el caballista y el remero y el aviador y el que cruza a nado un canal o un estrecho... ¿Es que se cree que la trucha salta nada más que por comer la mosca?... ¿Qué falta le hace a ella una mosca para comer?
 Precisamente hacía casi un mes que Esmorís no se detenía con su caña en las orillas del río y que Fuco no entraba desnudo en el agua para apresar con hábil mano las truchas que jugaban con él al escondite entre las piedras. Había crecido en ese tiempo el ansia del difícil y ennoblecedor ejercicio. La bandada se dirigió alegremente hacia el lugar denunciado por su compañera. Iban allí truchas que habían alcanzado muchos premios y truchas que envidiaban su reputación y se disponían a superarla, y truchas que aspiraban a saltar por primera vez y truchas que no pensaron nunca en intervenir en el juego, pero que, grandes aficionadas a él, acudían a presenciar sus incidencias. Algunos peces partieron, como leves rayos de sombra en el agua, a avisar a campeones que se hallaban lejos, río abajo, y al pasar difundían la noticia de la fiesta por todo el vientre del río.
 Hasta que allí donde el espejo líquido reflejaba el grupo de abedules, y aún más allá, se reunió una bandada abundante, oculta con cautela en las sombras de las orillas, entre las raíces de los árboles que tocaban el fondo, entre las marañas de hierbas acuáticas que la corriente peinaba o asomando la cabeza cabe los pedruscos redondeados del cauce. La emulación, el ardimiento, la curiosidad y el ansia de una muchedumbre de actores y espectadores de una olimpiada encontrábanse allí.
 "¡Bella reunión!", reconoció una anguila, alejándose, porque las anguilas son más apática sy no les gusta nada saltar.
 Cerca de cuatrocientos ojos redondos elevaron sus miradas hasta más allá de la superficie. ¿Y qué vieron entonces? Vieron, naturalmente, la caña y el hilo; pero en el extremo de éste, el insecto más original y atractivo que habían contemplado nunca: su esbelto trazo era como de oro y tenía una pelusa verde y roja y azul... ¿Leve plumilla o pelos de colores?... No se veía bien porque no estaba quieto. Fuese lo que fuese, aparecía magnífico; tan arrobador que todas las truchas -las grandes, las pequeñas, las gordas y las flacas, las asalmonadas y las vulgadas- abrieron la boca y dejaron salir una burbujita de aire, lo que hacen siempre que quieren exclamar: ¡Oh!".        

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