IV.- París, 1980-1989
"Muriel, a quien conocí en el Instituto de Estudios Políticos, era una chica muy guapa, bien proporcionada como una modelo de Playboy y vestida de tal forma que se le veía todo. Desentonaba en la calle Saint-Guillaume, donde los estudiantes de ambos sexos llevaban en aquel tiempo abrigos loden a juego, fulares Hermès las chicas y los chicos camisas de cuello prendido por un alfiler dorado debajo de la corbata. Dicho sea en mi descargo, yo llevaba unos zapatos destrozados y un viejo chaquetón de cuero, era un estudiante vago, burlón, poco motivado, fiel a los valores del pasotismo del liceo, que , evidentemente ya no eran aceptables en una facultad donde cada quien se veía ya gobernando Francia. Escribía cuentos de ciencia ficción y críticas de cine, razón por la cual me invitaban a proyecciones privadas a las que podía llevar a mis amigas, y supongo que aquel conjunto de rasgos artistas y bohemios y mi tendencia general a la objeción de conciencia fueron lo que, a pesar de mi timidez, me permitieron ligarme a la chica más sexy y a la vez la menos presentable de mi promoción.
Mis amigos amantes de la música, al igual que los alumnos del Instituto de Estudios Políticos, encontraban a Muriel un poco vulgar. Hablaba alto, se reía fuerte, punteaba sus frases con "quiero decir" y "¿sabes?", y liaba porros con una maquinita mecánica que me regaló, que conservo todavía y en el fondo de la cual ella había escrito con un rotulador las palabras Don't forget. Nunca la abro sin pensar en ella con gratitud y sin preguntarme qué rumbo habría seguido mi vida si hubiéramos seguido juntos. Muriel era una auténtica alternativa que me convirtió a mí también en alternativo. Al final de una adolescencia dedicada a leer a escritores de derecha de entreguerras y a soñar con que un día asistiría al festival de Bayreuth, me encontré en una granja aislada de Drôme fumando hierba, escuchando música espacial y arrojando sobre kilims deshilachados las tres piezas que sirven para consultar el I-Ching, y sobre todo haciendo el amor con una chica risueña, sin malicia, que, en pelotas de la mañana a la noche, me ofrecía el espectáculo y el placer de su cuerpo, de un esplendor casi sobrenatural, y a los veinte años, viniendo de donde yo venía, era sin lugar a dudas lo mejor que podía sucederme.
En aquella época el servicio militar era obligatorio y para los jóvenes burgueses que como yo no querían ser simples reclutas ni oficiales de reserva, había dos soluciones: que te declarasen inútil u optar por la cooperación. Elegí esto último, al terminar Ciencias Políticas. Me nombraron profesor del Centro Cultural francés de Surabaya, un puerto industrial en la punta oriental de Java, que sirvió de escenario a la novela Victoria, de Conrad, y cuyo nombre de sonoridad exótica inspiró a Brecht y a Kurt Weill la canción Surabaya Johnny. La hermosa mansión holandesa que ocupaba el Centro Cultural había albergado durante la ocupación japonesa una oficina de acción enérgica, algo parecido a la calle Lauriston en Francia. Allí ocurrieron cosas lo bastante horribles como para que mereciera la reputación de embrujada. Venía un exorcista dos veces al año, era muy difícil contratar vigilantes, el jardín , aparte de esto, era un hechizo. Yo enseñaba francés a señoras de la buena sociedad china que ya habían criado a sus hijos, se aburrían un poco y seguían estos cursos porque eran una actividad de buen tono, coo el bridge. Traducíamos artículos de Vogue sobre Catherine Deneuve e Yves Saint Laurent. Creo que me apreciaban. Muriel vino enseguida a reunirse conmigo. Dábamos grandes paseos en moto, nos embriagaban el bullicio y los olores de Asia. En Surabaya, inspirado por nuestras experiencias con hongos alucinógenos, empecé a escribir mi primera novela. [...]
En cuanto tenía algunos días libres me iba con Muriel a Bali, cuyo estilo de vida autóctono -fiestas de pueblo, música tradicional, ritos ancestrales- nos atraía menos que el estilo de vida occidental de los extranjeros establecidos en los lodges de Kuta Beach y de Legian: surf, magic mushrooms y fiestas con antorchas en la playa. Esta sociedad, hedonista y apacible, se dividía en castas. Había la plebe de los turistas de paso, con la cámara de fotos al cuello, a los que ni siquiera veíamos, los trotamundos sin un céntimo, cuya obsesión de que no les timaran y de pagar por todo el precio auténtico les volvía paranoicos; los surfistas australianos, tíos nada complicados que bebían cerveza, escuchaban hard rock y muchas veces estaban acompañados de chicas bonitas; por último, la aristocracia, a la que Muriel y yo llamábamos los hippies chic, con los que ansiábamos mezclarnos. Alquilaban para la estación hermosas casas de madera en la playa. Llegaban de Goa, partían hacia Formentera. Sus ropas de lino o de seda eran más refinadas que las que vendían en las tiendas del pueblo y que se ponían los turistas. Su hierba era mejor y su relajación más natural. Hacían yoga, se ocupaban de asuntos que nunca parecían urgentes. Los ingresos que les permitían llevar esta vida de ideal indolencia provenían de tejemanejes sobre los cuales se mostraban evasivos [...]".
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