De regreso en Ítaca
"A la salida del trabajo esta tarde, me topo entre la gente de las Ramblas con una pareja de novios y él me saluda efusivamente. Es Pepe, el ayudante de camarero que atendía nuestra mesa en el Bar Boliche, hace dos años. Nos preguntamos por nuestras vidas, yo me alegro también de verle y él me presenta a su novia y me invita a sentarme un rato con ellos.
En el Café de la Ópera, que es como entrar en el mundo imposible, Pepe me cuenta que dejó el Boliche y se fue con un primo suyo a poner un bar en San Celoni. El bar fracasó y el primo se largó con el dinero del traspaso. El primo era un borde. Pepe se quedó en San Celoni, donde ahora se emplea de camarero los días festivos, y no quiere volver a Barcelona porque está seguro de que si volviese aquí volvería a caer en el vicio y no quiere. Ya la ha corrido bastante.
El temor a la recaída en el vicio y la leyenda de las correrías de Pepe me han intrigado muchísimo. La cuestión era difícil, con la novia al lado, y he tenido que darle unas cuantas vueltas a la conversación antes de comprender. Entonces Pepe me ha parecido enormemente simpático y sensato. Para él, que nació en Lérida y debe de tener muy cerca la ascendencia rural, el vicio consiste en comer y joder y dormir fuera de horas. El vicio es el desorden. Haber llegado a esa conclusión a los diecinueve años está muy bien, pero también aterroriza. Porque no le ha bastado con ser inteligente y guapo: ha tenido que ser pobre además, y haberlo sido siempre y saber que nunca dejará de serlo.
Ahora ya no se aburre en San Celoni -hace una vida tranquila que le gusta-, pero al principio fue horrible y creía que no lo podría aguantar. Dice que por las noches lloraba en la cama de tanto aburrimiento.
Su novia no le escucha, y apenas se aburre. Rígidamente sentada, con las manos sobre el vientre apretando el bolso, con los muslos muy juntos, está y mira pasar el gentío de las Ramblas, como quien ve llover esperando a que escampe para salir y seguir andando. Es bastante linda. Pero la imagino muy bien dentro de seis años en la misma postura, más gruesa y ya casada, con el coño en el bolso y el dinerito entre los muslos. Da pena pensar en lo que han hecho de ella, y en lo que ella hará de Pepe.
Veintisiete años. Temo que sea ya una edad considerable, porque el suceso en vez de entristecerme -como me entristecieron otros cumpleaños-, me ha fastidiado. Incomoda esa patente de responsabilidad civil en que la edad se va convirtiendo. Mis padres dicen que ya debo ir pensando en esto o en aquello, que ya debo ir pensando en casarme... Y reconozco en mí ese alarmante prurito de sentirse más joven de lo que uno es. El hasta el final entre los jóvenes se reconoce, dice Vicente Aleixandre hablando del poeta, ¿pero no le ocurre lo mismo al viejo verde? Acerca del comercio intelectual con los más jóvenes, sé probablemente a qué atenerme; y la lectura de mis viejas notas sobre Guillén me demostró que yo no había sido ninguna excepción. Pero cuando hablo con un muchacho de diecinueve o veinte, involuntariamente pienso que somos de la misma edad y que el talento está de mi parte. La sensación, claro, es embriagadora.
Me gustaría poder repetir aquí las divertidísimas palabras de Maldoror a propósito de su juventud encanecida por el desorden pasional. Me acuerdo bien en cambio de Cocteau: [...]
Mañana en el Tibidabo con Gabriel Ferrater, que parece haberse suscrito a mis paseos dominicales. Como siempre, su conversación me despierta y me divierte pero luego me deja una cierta resaca. No sé si es mala conciencia, porque me digo que debiera aprovechar los domingos para estar solo, o si es un efecto de la excesividad con que Gabriel piensa, se produce, habla y embarca a todo el mundo. Quan partons nous vers le bonheur? Un rato a su lado no tiene que ver nada con lo que a uno le ha sucedido antes o le sucederá después".
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