Fábula del asno, el buey y el labrador
“Has de saber, hija mía, que hubo un comerciante dueño de grandes riquezas y de mucho ganado. Estaba casado y con hijos. Alah, el Altísimo, le dio igualmente el conocimiento de los lenguajes de los animales y el canto de los pájaros. Habitaba este comerciante en un país fértil, a orillas de un río. En su morada había un asno y un buey. Cierto día llegó el buey al lugar ocupado por el asno y vio aquel sitio barrido y regado. En el pesebre había cebada y paja bien cribadas, y el jumento estaba echado, descansando. Cuando el amo lo montaba, era sólo para algún trayecto corto y por asunto urgente, y el asno volvía pronto a descansar. Ese día el comerciante oyó que el buey decía al pollino: “Come a gusto y que te sea sano, de provecho y de buena digestión. ¡Yo estoy rendido y tú descansando, después de comer cebada bien cribada! Si el amo, te monta alguna que otra vez, pronto vuelve a traerte. En cambio yo me reviento arando y con el trabajo del molino.” El asno le aconsejó: “Cuando salgas al campo y te echen el yugo, túmbate y no te menees aunque te den de palos. Y si te levantan, vuélvete a echar otra vez. Y si entonces te vuelven al establo y te ponen habas, no las comas, fíngete enfermo. Haz por no comer ni beber en unos días, y de ese modo descansarás de la fatiga del trabajo.” Pero el comerciante seguía presente, oyendo todo lo que hablaban. Se acercó el mayoral al buey para darle forraje y le vio comer muy poca cosa. Por la mañana, al llevarlo al trabajo, lo encontró enfermo. Entonces el amo dijo al mayoral: “Coge al asno y que are todo el día en lugar del buey.” Y el hombre unció al asno en vez del buey y le hizo arar todo el día.
Al anochecer, cuando el asno regresó al establo, el buey le dio las gracias por sus bondades, que le habían proporcionado el descanso de todo el día; pero el asno no le contestó. Estaba muy arrepentido.
Al otro día el asno estuvo arando también durante toda la jornada y regresó con el pescuezo desollado, rendido de fatiga. El buey, al verle en tal estado, le dio las gracias de nuevo y lo colmó de alabanzas. El asno le dijo: “Bien tranquilo estaba yo antes. Ya ves cómo me ha perjudicado el hacer beneficio a los demás.” Y en seguida añadió: “Voy a darte un buen consejo de todos modos. He oído decir al amo que te entregarán al matarife si no te levantas, y harán una cubierta para la mesa con tu piel. Te lo digo para que te salves, pues sentiría que te ocurriese algo.” El buey, cuando oyó estas palabras del asno, le dio las gracias nuevamente, y le dijo: “Mañana reanudaré mi trabajo.” Y se puso a comer, se tragó todo el forraje y hasta lamió el recipiente con su lengua. Pero el amo les había oído hablar.
En cuanto amaneció fue con su esposa hacia el establo de los bueyes y las vacas, y se sentaron a la puerta. Vino el mayoral y sacó al buey, que en cuanto vio a su amo empezó a menear la cola, y a galopar en todas direcciones como si estuviese loco. Entonces le entró tal risa al comerciante, que se cayó de espaldas. Su mujer le preguntó: “¿De qué te ríes?” Y él dijo: “De una cosa que he visto y oído; pero no la puedo descubrir porque me va en ello la vida.” La mujer insistió: “Pues has de contármela, aunque te cueste morir.” Y él dijo: “Me callo, porque temo a la muerte.” Ella repuso: “Entonces es que te ríes de mí.” Y desde aquel día no dejó de hostigarle tenazmente, hasta que le puso en una gran perplejidad. Entonces el comerciante mandó llamar a sus hijos, así como al kadí y a unos testigos. Quiso hacer testamento antes de revelar el secreto a su mujer, pues amaba a su esposa entrañablemente porque era la hija de su tío paterno, madre de sus hijos, y había vivido con ella ciento veinte años de su edad. Hizo llamar también a todos los parientes de su esposa y a los habitantes del barrio y refirió a todos lo ocurrido, diciendo que moriría en cuanto revelase el secreto. Entonces toda la gente dijo a la mujer: “¡Por Alah sobre ti! No te ocupes más del asunto; pues va a perecer tu marido, el padre de tus hijos.” Pera ella replicó: “Aunque le cueste la vida no le dejaré en paz hasta que me haya dicho su secreto.” Entonces ya no le rogaron más.
El comerciante se apartó de ellos y se dirigió al estanque de la huerta para hacer sus abluciones y volver inmediatamente a revelar su secreto y morir. Pero había allí un gallo lleno de vigor, capaz de dejar satisfechas a cincuenta gallinas, y junto a él hallábase un perro. Y el comerciante oyó que el perro increpaba al gallo de este modo: “ ¿No te avergüenza el estar tan alegre cuando va a morir nuestro ama?” Y el gallo preguntó: “¿Por qué causa va a morir?” Entonces el perro contó toda la historia, y el gallo repuso: “¡Por Alah! Poco talento tiene nuestro amo. Cincuenta esposas tengo yo, y a todas sé manejármelas perfectamente, regañando a unas y contentando a otras. ¡En cambio, él sólo tiene una y no sabe entenderse con ella! El medio es bien sencillo: bastaría con cortar unas cuantas varas de morera, entrar en el camarín de su esposa y darle hasta que sucumbiera o se arrepintiese. No volvería a importunarle con preguntas.” Así dijo el gallo, y cuando el comerciante oyó sus palabras se iluminó su razón, y resolvió dar una paliza a su mujer.
El visir interrumpió aquí su relato para decir a su hija, Schahrezade: “Acaso el rey haga contigo lo que el comerciante con su mujer.” Y Schahrezade preguntó: “¿Pero qué hizo?” Entonces el visir prosiguió de este modo: “Entró el comerciante llevando ocultas las varas de morera, que acababa de cortar, y llamó aparte a su esposa: “Ven a nuestro, gabinete para que te diga mi secreto.” La mujer le siguió; el comerciante se encerró con ella y empezó a sacudirla varazos, hasta que ella acabó por decir: “¡Me arrepiento, me arrepiento!” Y besaba las manos y los pies de su marido. Estaba arrepentida de veras. Salieron entonces, y la concurrencia se alegró muchísimo, regocijándose también los parientes. Y todos vivieron muy felices hasta la muerte.”
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