16.- La vulgaridad
"Se dan períodos históricos en los que un país parece sacudido por una manía transformadora. Entonces, el pasado parece no tener ya valor. La gente habla sólo del ideal, vive en el futuro. Son los períodos utópicos, fanáticos, como lo fue el de 1967 a 1975 para los italianos. En otros períodos, en cambio, el péndulo se desplaza por completo hacia lo ya existente. La gente no cree en el futuro, en el ideal, se torna cínica y sólo ve el aspecto prosaico y vulgar de todas las cosas. Así es la época presente.
El peligro que prima en las sociedades dominadas por la utopía es el fanatismo. Lo hemos visto también en Italia. Los estudiantes que se reunían en asamblea para combatir el autoritarismo, creaban en pocos meses unos soviets tiránicos. Los obreros que, en el otoño de 1969, intentaron rehacer de nuevo el sistema productivo, han acabado favoreciendo la dictadura del sindicato. Los intelectuales están anegados en la ideología.
Pero también los períodos en los que se apagan todas las luces del ideal, en los que la gente sólo se preocupa por enriquecerse y los políticos sólo por su poder, son amargos. En este caso, el peligro no viene representado por el fanatismo, sino por la torpeza y la vulgaridad. La gente que no cree en nada se vuelve dura y esta dureza de corazón se comunica también a la mente. Ya no consigue entender la diferencia entre las cosas mezquinas y las elevadas. Ni siquiera entiende cuándo una cosa es profunda o superficial. Acaba por rebajarlo todo. Por creer que todo es apariencia y fugacidad. Se cree sabia y sólo es cínica, se cree fuerte y es sólo ordinaria.
El político de las épocas ordinarias ignora al electorado. Ignora a la sociedad. No habla ni tan sólo de reformar o mejorar al país. Su único problema es el poder. Su única preocupación, los negocios. ya no mira a su alrededor. Ya no estudia ni piensa.
El periodista de las épocas ordinarias ya no va por ahí haciendo meticulosas y cuidadosas averiguaciones, atendiendo a los hechos personales, como un investigador. Recoge alguna entrevista chapucera que mezcla después a su manera, inventando lo que quiere. Ya no lee los libros que ha de recensionar, hojea con prisa las críticas hechas por otros y las copia.
En cine, los directores pierden toda creatividad y se convencen de que el cine está muerto, cuando lo único muerto es su corazón y su mente. Cualquiera que sea el argumento tratado, lo vulgarizan. El amor se convierte en sexualidad en seguida y rápidamente en pornografía.
La creatividad está hecha de atención y respeto por los mínimos acontecimientos de la realidad. Jenner descubrió la vacunación observando a los ordeñadores. Advirtiendo que, cuando ordeñaban vacas enfermas de viruela vacuna (es decir, de vaca), no enfermaban de viruela humana. Fleming ha descubierto la penicilina observando que, en los cultivos enmohecidos, los gérmenes estaban muertos. Freud, durante toda su vida, ha examinado cosas insignificantes como los lapsus y los sueños, enfrentándose al desprecio de sus contemporáneos. Pero basta con tomar una tragedia de Shakespeare para percibir la atención con que observaba los movimientos más sutiles del ánimo y comportamiento humanos. Si vamos todavía más atrás, y leemos los diálogos de Platón, nos asombraremos de la delicadeza de los análisis, de su increíble agudeza de visión.
La gente de las épocas ordinarias, por el contrario, no tiene tiempo de observar con atención y de ocuparse de sutilezas, no tiene tiempo de ver. Quiere ir aprisa. Quiere tener éxito rápidamente, sin plantearse nunca el problema de ganárselo. No siente la necesidad de hacer las cosas bien. No entiende ni siquiera cuándo las cosas están bien hechas. Llega a odiar a quien las hace bien.
Somos demasiado indulgentes con los superficiales, con los vulgares, con los ordinarios. Los justificamos inútilmente. Si alguno hace una cosa mal, pensamos que no lo ha hecho adrede sino por falta de tiempo o porque no sabía. En cambio, tenemos que empezar a pensar que lo hizo adrede. Como cuando una criada descontenta rompe los platos. No es que no sepa lavar. Es su cólera lo que hace que el plato se le escurra de las manos, lo que lo hace estrellarse con fuerza. La persona superficial, vulgar, ordinaria, desprecia cuanto hace y por eso lo hace mal. El crítico que habla mal de una cosa de valor, ha visto muy bien que vale, pero lo hace deliberadamente porque no quiere que existan cosas de valor.
Por esto, en las épocas ordinarias es tan difícil trabajar con pulcritud, seguir nuestra propia vocación, ser respetados por nuestra propia seriedad. Porque el que es grosero y vulgar todo lo embrutece y lo rebaja a su nivel. Al estar vacío, quiere que todo lo esté".
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