Lectura tercera: La gran salida
"Por aquellos días hicieron una reunión secreta los muchachos y tomaron la decisión, ya que las malas noticias inundaban la capital, de salir a las calles y a las plazas con la única cosa que les quedaba: un puñado de tierra bajo la camisa abierta, con sus pelos negros y la pequeña cruz del sol. Donde tenía poder y dominio la Primavera.
Y como se acercaba el día en que la Nación solía celebrar el otro Levantamiento, precisamente aquel día fijaron para la Salida. Y salieron temprano, a pleno sol, con el valor desplegado de arriba a abajo como una bandera, los jóvenes de pies hinchados a los que llamaban golfos. Y les seguían muchos hombres y mujeres, y heridos con vendas y muletas. Y de pronto se veían en sus caras tantos surcos, que se diría habían transcurrido muchos días en muy poco tiempo.
Pero, al enterarse de tamaña audacia, los Otros se turbaron enormemente. Y estimando por tres veces sus posesiones, tomaron la decisión de salir a las calles y a las plazas con la única cosa que les quedaba: un codo de fuego bajo el acero con sus negras bocas y los dientes del sol. Donde ni un brote ni una flor derramaron jamás una lágrima. Y golpearon donde fuera, cerrando los ojos con desesperación. Y la Primavera les dominaba por momentos. Como si no hubiera otro camino en toda la tierra para que pasara la primavera más que éste, y ellos lo hubieran tomado en silencio mirando a lo lejos, más allá del borde de la desesperación, la Serenidad en la que iban a convertirse, los jóvenes de pies hinchados a los que llamaban golfos y los hombres y las mujeres y los heridos con vendas y muletas.
Y transcurrieron muchos días en poco tiempo. Y segaron a muchos las bestias y otros los acorralaron. Y al otro día pusieron a treinta en el paredón. [...]
Lectura cuarta: El solar de las ortigas
Uno de los días sin sol de aquel invierno, la mañana de un Sábado, un montón de coches y motos rodearon el vecindario de Lefteris, con sus postigos de hojalata llenos de agujeros y los arroyos de las cloacas a lo largo de la calle. Y con gritos salvajes, se apearon hombres de rostros fundidos en plomo y cabello liso igual que paja. Y ordenaron que se congregaran todos los hombres en el solar de las ortigas. Iban armados hasta los dientes, la boca del cañón encarada hacia la multitud. Y les entró mucho miedo a los muchachos porque resultaba que casi todos llevaban algún secreto, en el bolsillo o en el alma. Pero no había salida y, haciendo de la necesidad deber, ocuparon su puesto en la línea y los hombres de la cara de plomo, el pelo de paja y las negras botas de caña corta tendieron a su alrededor una alambrada. Y cortaron las nubes en dos y empezó a caer aguanieve de tal forma que las mandíbulas apenas podían contener los dientes en su sitio, no fueran a escapárseles o romperse.
Entonces, desde el otro lado apareció, acercándose lentamente, El del Rostro Cubierto, que alzó el dedo y se estremecieron las horas del gran reloj de los ángeles. Y al que se le paraba delante, los otros inmediatamente le agarraban por el pelo y le arrojaban al suelo pateándole. Hasta que llegó el momento en que se paró frente a Lefteris. Pero Lefteris no se inmutó. Se limitó a levantar lentamente los ojos y los llevó de golpe tan lejos -lejos en su futuro-, que el otro sintió la sacudida y se echó atrás, a punto de caerse. Y rabioso, hizo ademán de levantarse el pañuelo para escupirle a la cara. Pero otra vez Lefteris no se inmutó. En aquel momento, el Gran Extranjero de los tres galones en el cuello, que le seguía, con las manos en las caderas, soltó una carcajada: ¡Mirad, dijo, mirad a los hombres que, por lo visto, quieren cambiar el curso del mundo! Y sin saber que decía la verdad el desgraciado, por tres veces con el látigo le alcanzó la cara. Y Lefteris por tercera vez no se inmutó. Entonces, cegado por la poca fuerza de sus manos, el otro, sin saber lo que hacía, sacó la pistola y le disparó a quemarropa en el oído derecho.
Y mucho se aterrorizaron los muchachos, y los hombres de la cara de plomo y el pelo de paja y las negras botas de caña corta palidecieron. Porque las cosas se agitaban de un lado para otro, y en muchas cayeron los empegados y aparecieron a lo lejos, detrás del sol, las mujeres que lloraban arrodilladas en un solar desierto, lleno de ortigas y de sangre negra coagulada. Mientras daban las doce en punto en el gran reloj de los ángeles."
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