Juan Darién
"Aquí se cuenta la historia de un tigre que se crió y educó entre los hombres y que se llamaba Juan Darién. Asistió cuatro años a la escuela vestido de pantalón y camisas, y dio sus lecciones corrientemente, aunque era un tigre de las selvas; pero esto se debe a que su figura era de hombre, conforme se narra en la siguientes líneas:
Una vez, a principios de otoño, la viruela visitó un pueblo de un país lejano y mató a muchas personas. Los hermanos perdieron a sus hermanitas y las criaturas que comenzaban a caminar quedaron sin padre ni madre. Las madres perdieron a su vez a sus hijos y una pobre mujer joven y viuda llevó ella misma a enterrar a su hijito, lo único que tenía en este mundo. Cuando volvió a su casa, se quedó sentada pensando en su chiquito. Y murmuraba:
-Dios debía haber tenido más compasión de mí, y me ha llevado a mi hijo. En el cielo podrá haber ángeles pero mi hijo no los conoce. Y a quien él conoce bien es a mí, ¡pobre hijo mío!
Y miraba a lo lejos, pues estaba sentada en el fondo de su casa, frente a un portoncito por donde se veía la selva.
Ahora bien, en la selva había muchos animales feroces que rugían al caer la noche y al amanecer. Y la pobre mujer, que continuaba sentada, alcanzó a ver en la oscuridad una cosa chiquita y vacilante que entraba por la puerta, como un gatito que apenas tuviera fuerzas para caminar. La mujer se agachó y levantó en las manos un tigrecito de pocos días, pues tenía aún los ojos cerrados. Y cuando el mísero cachorro sintió el contacto de las manos, runruneó de contento porque ya no estaba solo. La madre tuvo largo rato suspendido en el aire aquel pequeño enemigo de los hombres, a aquella fiera indefensa que tan fácil le hubiera sido exterminar. Pero quedó pensativa ante el desvalido cachorro que venía quién sabe de dónde y cuya madre con seguridad había muerto. Sin pensar bien en lo que hacía, llevó el cachorrito a su seno y lo rodeó con sus grandes manos. Y el tigrecito, al sentir el calor del pecho, buscó postura cómoda, runruneó tranquilo y se durmió con la garganta adherida al seno maternal.
La mujer, pensativa siempre, entró en la casa. Y en el resto de la noche, al oír los gemidos de hambre del cachorrito y al ver cómo buscaba su seno con los ojos cerrados, sintió en su corazón herido que ante la suprema ley del Universo, una vida equivale a otra vida...
Y dio de mamar al tigrecito.
El cachorro estaba salvado y la madre había hallado un inmenso consuelo. Tan grande su consuelo que vio con terror el momento en que aquél le sería arrebatado, porque si se llegaba a conocer en el pueblo que ella amamantaba a un ser salvaje, matarían con seguridad a la pequeña fiera. ¿Qué hacer? El cachorro, suave y cariñoso -pues jugaba con ella sobre su pecho-, era ahora su propio hijo.
En estas circunstancias, un hombre que una noche de lluvia pasaba corriendo ante la casa de la mujer, oyó un gemido áspero -el ronco gemido de las fieras que, aun recién nacidas, sobresaltan al ser humano-. El hombre se detuvo bruscamente y, mientras buscaba a tientas el revólver, golpeó la puerta. La madre, que había oído los pasos, corrió loca de angustia a ocultar al tigrecito en el jardín. Pero su buena suerte quiso que al abrir la puerta del fondo se hallara ante una mansa, vieja y sabia serpiente que le cerraba el paso. La desgraciada madre iba a gritar de terror, cuando la serpiente habló así:
-Nada temas, mujer -le dijo-. Tu corazón de madre te ha permitido salvar una vida del Universo, donde todas las vidas tienen el mismo valor. Pero los hombres no te comprenderán y querrán matar a tu nuevo hijo. Nada temas, ve tranquila. Desde este momento tu hijo tiene forma humana; nunca lo reconocerán. Forma su corazón, enséñale a ser bueno como tú y él no sabrá jamás que no es hombre. A menos... a menos que una madre de entre los hombres le acuse; a menos que una madre no le exija que devuelva con su sangre lo que tú has dado por él, tu hijo será siempre digno de ti. Ve tranquila, madre, y apresúrate, que el hombre va a echar la puerta abajo.
Y la madre creyó a la serpiente porque en todas las religiones de los hombres la serpiente conoce el misterio de las vidas que pueblan los mundos. Fue, pues, corriendo, a abrir la puerta y el hombre, furioso, entró con el revólver en la mano, y buscó por todas partes sin hallar nada. Cuando salió, la mujer abrió, temblando, el rebozo bajo el cual ocultaba al tigrecito sobre su seno, y en su lugar vio a un niño que dormía tranquilo".
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