jueves, 28 de julio de 2016

"Momentos estelares de la humanidad".- Stefan Zweig (1881-1942)


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 La lucha por el Polo Sur
El capitán Scott, 90 grados de latitud, 16 de enero de 1912
 
 Las cartas del moribundo

 "En ese momento, aislado frente a una muerte invisible y sin embargo tan próxima que puede percibir su aliento, mientras afuera el huracán choca contra las finas paredes de la tienda, como si estuviera delirando, el capitán Scott se acuerda de todas aquellas personas a las que está unido. Solo, en medio del silencio más gélido que un ser humano haya respirado jamás, es heroicamente consciente de la fraternidad que le vincula a su nación, a toda la humanidad. La íntima Fata Morgana del espíritu conjura en ese desierto blanco las imágenes de todos aquellos que alguna vez estuvieron unidos a él por el amor, la fidelidad o la amistad y él les dirige la palabra. Con los dedos cada vez más rígidos el capitán Scott escribe. En el momento de su muerte, escribe cartas para todos aquellos a los que ama.
 Y esas cartas son admirables. En ellas, todo lo que no tiene importancia  desaparece ante la proximidad majestuosa de la muerte. El aire cristalino de ese cielo sin vida parece haber calado en ellas. Dirigidas a unas personas concretas, hablan en cambio a la humanidad entera. Escritas en un momento determinado, hablan para la eternidad.
 Escribe a su mujer. Le encomienda el más importante legado, cuidar de su hijo. Y que ante todo le preserve de la indolencia. Tras haber prestado uno de los más nobles servicios a la historia universal, confiesa de sí mismo: "Como sabes, yo mismo hube de dominarme para ser un hombre esforzado. Siempre tuve inclinación a la pereza." A un palmo de la muerte, ensalza, en lugar de lamentar, su decisión. "Cuánto podría contarte de este viaje. Y cuánto mejor fue emprenderlo, en lugar de quedarme sentado en casa disfrutando de una excesiva comodidad."
 Y, dando muestras del más fiel compañerismo, escribe a la mujer y a la madre de aquellos que comparten su infortunio, de aquellos que con él han encontrado la muerte, para dar fe de su heroísmo. Siendo él mismo un moribundo, consuela a los familiares de los otros con la fuerza sobrehumana que le confiere el presentir la grandeza del momento y lo memorable de esa muerte.
 Y escribe a los amigos. Humilde con respecto a sí mismo, pero con un espléndido orgullo con respecto a toda la nación, de la que lleno de entusiasmo en ese momento se siente hijo, un digno hijo. "No sé si he sido un gran explorador", reconoce, "pero nuestro fin será testimonio de que en nuestra raza aún no han desaparecido ni el espíritu del valor, ni la fuerza para resistir el sufrimiento." Y lo que la rigidez propia de la virilidad, lo que el pudor espiritual le ha impedido decir durante toda su vida, esa confesión de amistad se la arranca a la muerte. "En toda mi vida no he encontrado otro hombre", escribe a su mejor amigo, "al que haya admirado y querido tanto como a usted, aunque nunca pude demostrarle lo que su amistad significaba para mí, pues usted tenía mucho que dar y yo nada."
 Y escribe una última carta, la más hermosa de todas, a la nación inglesa. Se siente obligado a dar cuenta de que en esa lucha por la gloria ha sido vencido sin tener culpa alguna. Enumera los contratiempos que se han conjurado en su contra y con una voz, a la que el eco de la muerte otorga un espléndido dramatismo, hace un llamamiento a todos los ingleses para que no abandonen a sus familias. Su último pensamiento va más allá de su propio destino. Sus últimas palabras no hablan de su muerte, sino de la vida ajena: "¡Por el amor de Dios, ocupaos de nuestros deudos!" El resto de las páginas están vacías.
 Hasta el último momento, hasta que sus dedos se congelaron y el lápiz se le escurrió de las manos entumecidas, el capitán Scott siguió anotando en su diario. La esperanza de que junto a su cadáver encontraran aquellas páginas, que podrían dar testimonio de su propio valor y del de la raza inglesa, le dio fuerzas para realizar ese esfuerzo sobrehumano. Por último, sus dedos ateridos aún tiemblan con un deseo: "¡Envíen este diario a mi esposa!" Pero, después, su mano, con una cruel certeza, tacha esa expresión, "mi esposa" y sobre ella escribe otra terrible, "mi viuda".    

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