Diez
"Espera usted que las nuevas generaciones, sobre las cuales no se haya ejercido en la infancia influencia religiosa alguna, alcanzarán fácilmente la ansiada primacía de la inteligencia sobre la vida instintiva. Ilusión pura, pues no es nada verosímil que la naturaleza humana cambie en este punto decisivo. Si no me equivoco -sabe uno tan poca cosa de las demás culturas-, existen también hoy en día pueblos que no viven bajo la opresión de un sistema religioso y no puede decirse que se hallen más próximos que los otros al ideal por usted propugnado. Para desterrar la religión de nuestra civilización europea sería preciso sustituirla por otro sistema de doctrinas, y este sistema adoptaría desde un principio todos los caracteres psicológicos de la religión, la misma santidad, rigidez e intolerancia, e impondría al pensamiento, para su defensa, idénticas prohibiciones. Algo de esto es necesario para hacer posible la educación. El camino que va desde el recién nacido al adulto civilizado es muy largo, y muchos individuos se perderían en él y no llegarían a cumplir su misión en la vida si se los abandonase sin guía ninguna a su propio desarrollo. Las doctrinas aplicadas en su educación limitarán siempre su pensamiento en sus años de madurez, como hoy se lo reprocha usted a la religión. ¿No advierte usted que el defecto indeleble y congénito de toda civilización es el de plantear al niño, instintivo y de inteligencia débil, resoluciones sólo posibles para la inteligencia del adulto? Pero la síntesis de la evolución secular de la Humanidad en un par de años de infancia le impide obrar de otro modo, y sólo la acción de poderes afectivos puede facilitar al niño el cumplimiento de tan difícil tarea. Estas son, pues, las probabilidades de su 'primacía del intelecto'.
No extrañará usted que me declare partidario de la conservación del sistema religioso como base de la educación y de la vida colectiva. Se trata de una cuestión práctica y no del valor de realidad del sistema. Puesto que la necesidad de mantener nuestra civilización no nos consiente aplazar el influjo sobre cada individuo hasta el momento en que alcance el grado de madurez propicio a la cultura -y muchos no lo alcanzarían nunca-, y puesto que nos vemos precisados a imponer al sujeto en desarrollo un cualquier sistema doctrinal, que ha de obrar en él como premisa sustraída a la crítica, opino que debemos atenernos al sistema religioso como el más apropiado. Precisamente, desde luego, por su fuerza consoladora y cumplidora de deseos, en la que ha reconocido usted su carácter de 'ilusión'. Ante la dificultad de llegar al conocimiento, siquiera fragmentario, de la realidad y ante la duda de que podamos llegar a él alguna vez, no debemos olvidar que también las necesidades humanas son una parte de la realidad y, por cierto, una parte muy importante y que nos toca muy de cerca.
Otra de las ventajas de la doctrina religiosa estriba para mí, precisamente, en uno de los caracteres que más han despertado su repulsa. Permite una purificación y una sublimación conceptual en la que desaparece todo lo que lleva en sí la huella del pensamiento primitivo e infantil. Lo que luego queda es un contenido de ideas que la ciencia no contradice ya ni puede rebatir. Estas transformaciones de la doctrina religiosa, calificadas antes por usted de concesiones y transacciones, permiten evitar la disociación entre la masa incultivada y el pensador filosófico y conservan entre ellos una comunidad muy importante para el aseguramiento de la civilización, no siendo así de temer que el hombre del pueblo averigüe que las capas sociales más altas 'no creen ya en Dios'. Con todo esto creo haber demostrado que sus esfuerzos se reducen a una tentativa de sustituir una ilusión contrastada y de un gran valor afectivo por otra incontrastada e indiferente.
No debe usted creerme inasequible a su crítica. Sé lo difícil que es evitar las ilusiones, y es muy posible que las esperanzas por mí confesadas antes sean también de naturaleza ilusoria".
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