domingo, 24 de julio de 2016

"En brazos de la mujer madura".- Stephen Vizinczey (1933)


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16.-De las mujeres maduras que se hacen las niñas

 "Mi taxista era un tipo fornido de cara cuadrada y chata y ojos inexpresivos que no parecía muy dado a conversar. Pero, puesto que no tenía a nadie más, le dije que acababa de llegar al Canadá y necesitaba una habitación barata cerca de la Universidad. Por suerte, el hombre resultó ser austríaco y cuando supo que yo llegaba de Hungría y conocía bien Salzburgo, se mostró muy cordial y prometió ayudarme. Hablando por el retrovisor, observó que yo era lo bastante joven como para ser su hijo, me advirtió que en Toronto no había cafés y me aconsejó que me buscara una novia cuanto antes, porque las prostitutas eran muy caras. Mientras íbamos hacia la ciudad por la Queen Elizabeth Way, bordeada de  altos álamos y arbustos, y por la orilla del lago Ontario, empecé a pensar que el paisaje era bastante agradable  y no muy distinto del que rodea el lago Balaton. Pero el austríaco insistía en que estaba poblado por unos individuos muy distintos de los que yo conociera mi tierra.
 -Los nativos son tan humanos como los de cualquier parte, pero no lo reconocen a no ser que estén borrachos. Y entonces se quedan roques en el suelo de taxi o tienen la brillante idea de atracarte. A veces pienso que preferiría ser un cochero vienés de los tiempos de Francisco José. -Hizo una breve pausa, para honrar el paso del imperio austrohúngaro que ni él ni yo habíamos conocido-. Los canadienses aman, por encima de todo, el dinero, lo cual me parece bien -prosiguió-, pero después viene el licor, la tele, el hockey y la comida. El sexo queda muy abajo en la lista. Cuando tú agarrarías a una muchacha, un canadiense agarra otra copa. El país está lleno de hombres gordos y mujeres desgraciadas. -Comenté que él parecía también un peso pesado-. De acuerdo -reconoció, y, agorero, prosiguió-: Cuando usted lleve aquí tantos años como yo, veremos cómo está.
 Paramos en Huron Street, una calle estrecha y arbolada, de casas victorianas de ladrillo rojo convertidas en pensiones y llamamos a varias puertas, preguntando precios. El austríaco reprendió a media docena de patronas por sus pretensiones y al fin me aconsejó una buhardilla. Tenía el techo bajo e inclinado, un papel muy complicado en la pared y suelo de linóleo, pero yo estaba deseando instalarme aunque fuera temporalmente. Volvimos al taxi en busca del equipaje y le di las gracias por su increíble amabilidad.
 -Mañana no le haría el menor caso -dijo, levantando las manos con las palmas hacia arriba-, pero no iba a desentenderme de un hombre el primer día que pasa en el Canadá. Yo mismo llegué aquí en el 51. ¡En pleno invierno! El primer día no se olvida, créame. Es el peor.
 Aceptó el importe de la carrera pero no la propina y nos despedimos con un afectuoso apretón de manos.
 Volví a verle tres años después: había dejado el taxi y tenía una tienda de Strudel vienés en Yonge Street. Debían de irle bien las cosas, porque la última vez que hablamos me dijo que había estado de vacaciones en el Japón. Al verle convertido en próspero comerciante y turista internacional, todavía con sus kilos de más, un tanto melancólico por efecto de la súbita opulencia, se reforzó el recuerdo que guardaba de él, un guía casi místico en este continente de emigrantes.
 Todas aquellas cosas contra las que me previno, cosas que hoy me disgustan tanto como el día en que llegué -la bebida, el hockey y la televisión- son tan típicas de la vida de los Estados Unidos como del Canadá, pero también lo es la buena disposición para ofrecer una oportunidad al recién llegado. Gracias al amigo del signor Bihari en el Consulado de Roma, conocí a numerosos funcionarios académicos deseosos de ayudarme. El primer año me consiguieron un empleo en un colegio masculino y, después, me ayudaron a obtener una plaza de profesor adjunto en la Universidad de Toronto. Después de cinco años en la de Toronto vine a la Universidad de Michigan, en Ann Arbor, donde sigo hasta la fecha, aunque pienso solicitar una plaza en Columbia. Será que algunas personas, una vez que han abandonado el escenario de su infancia, no pueden quedarse definitivamente en un sitio; o será que, por mucho tiempo que pase en este continente, nunca podré sentirme como en mi casa y por eso he de ir de un lado a otro".     

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