sábado, 2 de julio de 2016

"El largo viaje".- Jorge Semprún (1923-2011)


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 "Hoy, diecisiete años después de aquel viaje, cuando recuerdo aquel día, en el transcurso de aquel viaje de hace diecisiete años, en que trataba de imaginar qué clase de vida podía hacerse en un campo de concentración, se superponen imágenes diversas, capas sucesivas de imágenes. Del mismo modo que, cuando un avión pica hacia tierra, hacia la pista de aterrizaje, atraviesa varias capas de formaciones nubosas, a veces pesadas y espesas y otras algodonosas y lateralmente iluminadas por los rayos de un sol invisible, o encuentra, entre dos capas de nubes, una franja de cielo libre y azul, por encima del aborregamiento algodonoso en el que se va a hundir después, en su vuelo hacía tierra firme. Cuando pienso hoy en todo aquello, se superponen varias capas de imágenes que provienen de lugares diferentes y de distintas épocas de mi vida. Primero están las imágenes que se fijaron en mi memoria durante los quince primeros días que siguieron a la liberación del campo, aquellos quince días en los que pude ver el campo desde fuera, desde el exterior, con una mirada completamente nueva, aun cuando seguía viviendo dentro de él, estando en su interior. Luego, por ejemplo, vienen las imágenes de Come back, África, aquella película de Rogosin sobre África del Sur, tras las cuales veía, en transparencia, el campo de cuarentena, cuando aparecían en la pantalla los barracones de los suburbios negros de Johannesburgo. Viene después aquel paisaje de chozas, en Madrid, aquel vallecito polvoriento y hediondo de La Elipa, a trescientos metros de los edificios de lujo, en donde se amontonan los trabajadores agrícolas expulsados de sus tierras, aquel repliegue del terreno donde se arremolinan las moscas y los gritos infantiles. Se trata de universos análogos, y más aún, en el campo teníamos agua corriente, pues ya se sabe lo aficionadas que son las SS a la higiene, a los perros de raza y a la música de Wagner.
  Aquel día precisamente yo había intentado pensar en todo aquello, al volver de aquel pueblo alemán adonde habíamos ido a beber el agua clara de la fuente. Pues había comprobado de repente que aquel pueblo no era el afuera, el exterior, sino simplemente otra cara, pero una cara también interior a la misma sociedad que había dado a luz los campos alemanes. Me encontraba delante de la entrada del campo, mirando la gran avenida asfaltada que conducía al cuartel de las SS, a las fábricas, a la carretera de Weimar. Por aquí salían los kommandos al trabajo, en la luz gris o dorada del amanecer o en invierno a la luz de los focos, al son alegre de las marchas que tocaba la orquesta del campo. Por ahí llegamos, en el corazón de la quinta noche de aquel viaje con el chico de Semur. Pero el chico de Semur se quedó en el vagón. Por aquí caminábamos, ayer, con nuestros rostros vacíos y nuestro odio a la muerte, siguiendo a los miembros de las SS que huían por la carretera de Weimar. Y por esta avenida me iré, cuando me marche. Por aquí vi también llegar la lenta columna vacilante de los judíos de Polonia, en medio de este invierno que acaba de terminar, aquel día en el que fui a hablar con el testigo de Jehová, cuando me pidieron que preparase la evasión de Pierroty otros dos compañeros. Fue aquel día cuando vi morir a los niños judíos. Han pasado los años, dieciséis años, y aquella muerte es ya adolescente, ha alcanzado esa edad grave que tienen los niños de la posguerra, los niños de después de aquellos viajes.
Tienen dieciséis años, la edad de esta muerte antigua, adolescente. Y tal vez si puedo hablar de esta muerte de los niños judíos, nombrar esta muerte, con todos sus detalles, es con la esperanza, tal vez desmesurada, quizás irrealizable, de que la oigan todos esos adolescentes, o simplemente uno solo de ellos, siquiera uno solo, que alcanzan la gravedad de sus dieciséis años, el silencio y la exigencia de sus dieciséis años. La historia de los niños judíos, de su muerte en la gran avenida del campo, en el corazón del último invierno de aquella guerra, esta historia jamás contada, hundida como un tesoro mortal en el fondo de mi memoria, royéndola con un sufrimiento estéril, tal vez ha llegado ya el momento de contarla, con esa esperanza de la que estoy hablando. Quizás haya sido por orgullo por lo que nunca he contado a nadie la historia de los niños judíos, llegados de Polonia, en el frío del invierno más frío de aquella guerra, llegados para morir en la amplia avenida que conducía a la entrada del campo, bajo la mirada tétrica de las águilas hitlerianas. Tal vez por orgullo. Como si esta historia no incumbiera a todos, y sobre todo a esos adolescentes que hoy tienen dieciséis años, como sí yo tuviera el derecho, incluso la posibilidad, de guardármela para mí durante más tiempo. Es verdad que yo había decidido olvidar. En Eisenach, también, había decidido no ser jamás un ex combatiente. Está bien, ya lo había olvidado, ya había olvidado todo, a partir de ahora ya puedo recordarlo todo. Ya puedo contar la historia de los niños judíos de Polonia, no como una historia que me haya sucedido a mí particularmente, sino que les sucedió ante todo a aquellos niños judíos de Polonia. Es decir, que ahora, tras estos largos años de olvido voluntario, no sólo puedo ya contar esta historia, sino que debo contarla. Debo hablar en nombre de lo que sucedió, no en mi nombre personal. La historia de los niños judíos en nombre de los niños judíos. La historia de su muerte, en la amplia avenida que conducía a la entrada del campo, bajo la mirada de piedra de las águilas nazis y entre las risas de los de las SS, en nombre de esta misma muerte".

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