sábado, 23 de julio de 2016

"El lector".- Bernhard Schlink (1944)


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 Tercera parte
I
 "Cuando acabé la carrera y empecé las prácticas, llegó el verano del movimiento estudiantil. La historia y la sociología me interesaban mucho y las prácticas todavía me retenían bastante tiempo en la universidad, así que me enteraba de todo lo que estaba sucediendo. Que me enterara no quiere decir que participara: al fin y al cabo, la calidad de la enseñanza y la reforma universitaria me eran tan indiferentes como el Vietcong y los norteamericanos. En lo que respectaba al tercero y más importante tema del movimiento estudiantil, es decir, el pasado nacional-socialista, me sentía tan distante de los demás estudiantes que no me apetecía protestar y manifestarme junto a ellos.
 A veces pienso que el verdadero motor del movimiento estudiantil era un conflicto generacional y la revisión crítica del pasado nazi una mera pose que adoptaba el movimiento. Toda generación tiene el deber de rechazar lo que sus padres esperan de ella. En este caso resultaba más fácil, ya que esos mismos padres quedaban desautorizados por el hecho de no haber sabido plantar cara al Tercer Reich, ni siquiera a posteriori. La generación que había cometido los crímenes del nazismo, o los había contemplado, o había hecho oídos sordos ante ellos, o que, después de 1945, había tolerado o incluso aceptado en su seno a los criminales, no tenía ningún derecho a leerles la cartilla a sus hijos. Pero los hijos que no podían o no querían reprocharles nada a sus padres también se veían confrontados con el pasado nazi. Para ellos, la revisión crítica del pasado no era la forma que adoptaba exteriormente el conflicto generacional, sino el problema en sí mismo.
 La culpabilidad colectiva, se la acepte o no desde el punto de vista moral y jurídico, fue de hecho una realidad para mi generación de estudiantes. No sólo se alimentaba de la historia del Tercer Reich. Había otras cosas que también nos llenaban de vergüenza, por más que pudiéramos señalar con el dedo a los culpables: las pintadas de esvásticas en cementerios judíos; la multitud de antiguos nazis apoltronada en los puestos más altos de la judicatura, la Administración y las universidades; la negativa de la República Federal Alemana a reconocer el Estado de Israel; la evidencia de que, durante el nazismo, el exilio y la resistencia habían sido puramente testimoniales, en comparación con el conformismo al que se había entregado la nación entera. Señalar a otros con el dedo no nos eximía de nuestra vergüenza. Pero sí la hacía más soportable, ya que permitía transformar el sufrimiento pasivo en descargas de energía, acción y agresividad. Y el enfrentamiento con la generación de los culpables estaba preñado de energía.
 Sin embargo, yo no podía señalar con el dedo a nadie. Desde luego, no a mis padres; a ellos no podía reprocharles nada. Durante el seminario de Auschwitz, imbuido de celo progresista, había condenado a la vergüenza a mi padre, pero ahora ese celo se había disipado, e incluso me resultaba embarazoso, visto retrospectivamente. Todas las culpas que se les pudiera achacar a las demás personas de mi entorno social no eran nada comparadas con las de Hanna. Era a ella a quien tenía que señalar con el dedo. Pero, al hacerlo, el dedo acusador se volvía contra mí. Yo la había querido. No sólo la había querido sino que la había escogido. Me replicaba a mí mismo que en el momento de escoger a Hanna no sabía nada de su pasado. Y así intentaba refugiarme en esa inocencia con la que los hijos aman a los padres. Pero el amor a los padres es el único del que no somos responsables.
 O quizá sí lo somos. Por entonces yo envidiaba a aquellos de mis compañeros que renegaban de sus padres y, con ellos, de toda la generación de los asesinos, los mirones y los sordos, de los que toleraban y aceptaban a los criminales; de ese modo, si no se libraban de la vergüenza, por lo menos podían soportarla mejor.
 Pero, ¿a qué se debía la arrogante intransigencia que exhibían tan a menudo? ¿Cómo era posible sentir culpa y vergüenza y al mismo tiempo comportarse con intransigencia y arrogancia? ¿Quizá su acto de renegar de los padres no era más que retórica, ruido, aspavientos destinados a ocultar el hecho de que el amor a los padres implicaba irrevocablemente la complicidad con sus culpas?
 Ésas son cosas que pensé años más tarde. Y tampoco años más tarde hallé consuelo en ellas. No me consolaba pensar que mi sufrimiento por haber amado a Hanna fuera de algún modo el paradigma de lo que le pasaba a mi generación, de lo que les pasaba a los alemanes, con la diferencia de que en mi caso resultaba más difícil hurtar el bulto o enmascarar el fondo de la cuestión. Aun así, me habría hecho bien poder sentirme simplemente uno más de mi generación". 

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