I
"Era más de mediodía cuando salimos a la calle. Otra vez se me cegaron los ojos, me molestaba la luz tan brillante. Mi padre echó la llave a los dos cerrojos de hierro gris. Tuve la impresión de que se demoraba ex profeso en hacerlo. Le entregó las llaves a mi madrastra, diciéndole que él ya no las necesitaría. Mi madrastra abrió su bolso. Asustado, pensé que otra vez sacaría el pañuelo, pero se limitó a guardar las llaves. Nos dispusimos a caminar con muchas prisas. Pensé que regresaríamos a casa pero primero fuimos de compras. Mi madrastra tenía una larga lista de todo lo que mi padre podría necesitar en el campo de trabajo. La víspera había comprado ya una parte, pero aún faltaban algunas cosas. Yo me sentía un poco incómodo caminando a su lado: los tres llevábamos nuestras estrellas amarillas. Cuando iba solo no me importaba llevarla, e incluso me divertía, pero cuando ellos me acompañaban, me molestaba. No podría explicar por qué. En todas las tiendas que recorrimos había mucha gente, excepto donde compramos la mochila; allí éramos nosotros los únicos clientes. El aire estaba cargado del fuerte olor de las tinturas utilizadas en la preparación de las telas. El tendero -un anciano de tez amarillenta y dientes postizos níveos que levaba una codera en un brazo- y su mujer se mostraron muy amables con nosotros. Amontonaron gran cantidad de mercancías sobre el mostrador. Advertí que el tendero llamaba a su esposa -también anciana- "hija" y que la mandaba a ella en busca de los artículos. Yo ya conocía aquella tienda porque estaba cerca de nuestra casa pero hasta aquel día no había entrado en ella. Era una tienda de artículos de deporte, en la que también vendían otras cosas. Desde hacía un tiempo vendían incluso estrellas amarillas de fabricación propia debido a la escasez de tela amarilla. (Mi madrastra había conseguido las nuestras a su debido tiempo). Las estrellas de la tienda, de tela amarilla, estaban fijadas a una cartulina recortada, con lo que resultaban mucho más bonitas que las caseras, que a menudo tenían las puntas desiguales. Observé que ellos también llevaban las mismas estrellas que vendían, como si desearan animar a los posibles compradores.
El tendero nos preguntó, disculpándose por el atrevimiento, si los artículos que estábamos comprando eran para un campo de trabajo. Mi madrastra le respondió que sí. El viejo asintió con la cabeza y nos miró con una expresión triste. Levantó sus viejas y manchadas manos y las dejó caer, con un gesto de pena, sobre el mostrador. Entonces mi madrastra le preguntó si tenían mochilas, puesto que necesitábamos una. El anciano tardó en responder, pero por fin dijo: "Para ustedes, seguramente, habrá alguna. Trae del almacén una mochila, hija, para este señor".
La mujer volvió con una mochila que parecía buena y apropiada. El tendero envió una vez más a su mujer por algunas cosas que -en su opinión- mi padre "podría necesitar allá donde iba a ir". Hablaba con nosotros con mucho tacto y simpatía y trataba de evitar usar la expresión "trabajos obligatorios". Nos enseñó objetos muy útiles, como un recipiente hermético para la comida, un estuche que contenía una navaja y otros utensilios incorporados, un bolso muy práctico para colgar del hombro, cosas que -según decía- compraba la gente que se encontraba en "circunstancias parecidas".
Mi madrastra decidió adquirir la navaja para mi padre. También a mí me gustaba. Una vez escogido todo lo necesario, el tendero mandó a su esposa a la caja. Moviendo su cuerpo frágil, envuelto en un vestido negro, con bastante dificultad, la mujer se situó ante la caja que estaba sobre el mostrador, delante de un sillón acolchado. Después, el tendero nos acompañó hasta la puerta. Antes de despedirse dijo que esperaba tener la suerte de poder servirnos en otra ocasión y, dirigiéndose a mi padre, añadió: "De la manera que usted, señor, y yo, deseamos".
Finalmente, nos dirigimos a nuestra casa, situada en un edificio grande de varias plantas, cerca de una plaza donde hay una parada de tranvías. Una vez en casa, mi madrastra se dio cuenta de que no habíamos recogido nuestra ración de pan. Tuve que regresar a la panadería. Esperé fuera hasta que llegó mi turno y luego entré en la tienda. La panadera, una mujer rubia y tetuda, cortaba el pedazo de pan que correspondía a cada ración y luego su marido lo pesaba. No me devolvió el saludo. Era sabido en el barrio que no le caían bien los judíos; por eso también nuestra ración de pan pesaba siempre algo menos de lo que nos correspondía. Según se decía, de esta forma él se quedaba con una parte del pan racionado".
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