sábado, 16 de enero de 2016

"El placer".- Gabriele D'Annunzio (1863-1938)


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I

 "Los espíritus aguzados por la costumbre de la contemplación fantástica y del sueño poético dan a las cosas un alma sensible y mudable como el alma humana y leen en toda cosa, en las formas, en los colores, en los sonidos, en los perfumes, un símbolo transparente, el emblema de un sentimiento o de un pensamiento; y en todo fenómeno, en toda combinación de fenómeno, creen adivinar un estado psíquico, una significación moral. A veces, la ilusión es tan lúcida que produce en esos espíritus una angustia, se sienten sofocar por la plenitud de la vida revelada y se espantan de sus mismos fantasmas.
 Andrés vio, en el aspecto de las cosas que le rodeaban, reflejada su ansiedad y como su deseo se perdía inútilmente en la mortal espera y sus nervios se debilitaban, así parecióle que la esencia, diríamos casi afrodisíaca de las cosas, se evaporase y disipase, también inútilmente. Todos aquellos objetos, en medio de los cuales tantas veces había él amado y gozado y sufrido, habían adquirido algo de su sensibilidad. No solamente eran testigos de sus amores, de sus placeres, de sus tristezas; eran también copartícipes. En su memoria, cada color, cada forma, armonizaba con una imagen mujeril, era una nota de un recuerdo de belleza, era un elemento de un éxtasis de pasión. Por la naturaleza de su gusto, él rebuscaba en sus amores un goce múltiple, el complicado deleite de todos sus sentimientos, la alta conmoción intelectual, los abandonos del sentimiento, los ímpetus de la brutalidad. Y como rebuscaba con arte, como un estético, sacaba naturalmente del mundo de las cosas mucha parte de su embriaguez. Este delicado histrión no comprendía la comedia del amor sin los escenarios.
 Por eso su casa era un perfectísimo teatro y él era un habilísimo attrezzista y director de escena. En el artificio casi siempre ponía todo su talento, prodigaba largamente la riqueza de su espíritu; se olvidaba así de que no raramente quedaba engañado por su mismo engaño, insidiado por su misma insidia, herido por sus mismas armas, a semejanza del encantador que fuese preso en el círculo mismo de su encantamiento.
 Todo a su alrededor había reunido para él aquella inexplicable existencia de vida que adquieren, por ejemplo, los arneses sagrados, las insignias de una religión, los instrumentos de un culto, toda figura sobre la cual se acumule la meditación humana o a la cual la imaginación humana lleva a una cualquier ideal altura. Así como los frascos despiden, tras largos años, el perfume de la esencia que han contenido aprisionada entre las paredes, así ciertos objetos conservan también alguna vaga parte del amor que les había iluminado y penetrado aquel fantástico amante. Y de ellos recibía éste una excitación tan fuerte que, a veces, sentíase turbado como por la presencia de un poder sobrenatural.
 Parecía, en verdad, que conociese como si dijéramos la virtualidad afrodisíaca latente en cada uno de aquellos objetos y la sintiese en ciertos momentos desaprisionarse y desenvolverse y palpitar a su alrededor. Entonces, si se encontraba en los brazos de su amada, daba a sí mismo y al cuerpo y al alma de ella una de esas supremas fiestas cuyo solo recuerdo basta para ilustrar una vida entera. Pero, si estaba solo, una angustia grave le oprimía y lamentábase amargamente, al pensar que aquel grande y raro aparato de amor se perdía inútilmente.
 ¡Inútilmente! Las fragrantes rosas, aprisionadas en las latas copas florentinas, también expectantes, exhalaban su más íntima dulzura. Sobre el diván, en las paredes, los vasos argentinos en gloria de la mujer y del vino, entremezclados tan armoniosamente con los indefinibles colores séricos del tapiz pérsico del siglo XVI, brillaban reflejados por el ocaso, en un ángulo libre dibujado por la ventana, y hacían más diáfana la sombra escasa y propagaban su suave claridad a los almohadones. La sombra, por todas partes era diáfana y rica, casi diríamos animada por la vaga palpitación luminosa que tienen los santuarios oscuros donde hay un tesoro escondido. El fuego de la chimenea centelleaba y cada una de sus llamas era, según la imagen de Percy Shelley, como una gema disuelta en una luz siempre movible. Parecía al amante que toda forma, todo color, todo perfume, rindiese en aquellos momentos la más delicada flor de su esencia... ¡Y ella no venía!"        

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