domingo, 10 de enero de 2016

"El conde de Montecristo".- Alejandro Dumas (1802-1870)


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 Capítulo XIII: La mazzolata

 "El jefe de la cofradía desdobló el papel, lo leyó y levantó la mano.
 -El Señor sea bendecido y su Santidad sea loada -dijo en alta e inteligible voz-; hay perdón de la vida para uno de los reos.
 -¡Perdón! -exclamó el pueblo a un solo grito-. ¿Hay perdón?
 Al oír la palabra de perdón, Andrés pareció saltar y levantar la cabeza.
 -Perdón, ¿para quién? -gritó.
 Pepino permaneció inmóvil, mudo y jadeante.
 -Hay perdón de pena de muerte para Pepino, llamado Rocca-Priori -dijo el jefe de la cofradía, y pasó el papel al capitán que mandaba los carabineros, el cual, después de haberlo leído, se lo devolvió.
 -¡Perdón para Pepino! -exclamó Andrés, saliendo del sopor en que parecía estar sumido-. ¿Por qué perdón para él y no para mí? Debíamos morir juntos, me habían prometido que moriría antes que yo, no tienen derecho a hacerme morir solo, ¡no quiero morir solo, no quiero!
 Y diciendo esto se agarró a los brazos de los dos sacerdotes, retorciéndose, dando alaridos, rugiendo y haciendo esfuerzos insensatos para romper las cuerdas que le ligaban las manos. El verdugo hizo señal a sus dos ayudantes, que bajaron del cadalso y se apoderaron del reo.
 -¿Qué ha ocurrido? -preguntó Franz, pues como todo esto se decía en lengua italiana, no había comprendido muy bien.
 -¿No lo adivináis? -dijo el conde-. Ha ocurrido que esa criatura humana que va a morir está furiosa porque su semejante no muere con ella, y que si la dejasen le desgarraría con sus uñas y con sus dientes más bien que dejarle gozar de la vida de que ella misma se va a ver privada. ¡Oh, los hombres!, raza de cocodrilos, como dice Karl Moor -exclamó el conde extendiendo los puños hacia toda la turba-, ¡qué bien se os conoce en eso, y qué dignos sois en todo tiempo de vosotros mismos!
 Entretanto Andrés y los dos ayudantes del verdugo se revolcaban por el suelo, mientras que el condenado seguía gritando: "Debe morir, quiero que muera, no tienen derecho para matarme a mí solo".
 -Observad -continuó el conde, cogiendo a cada uno de los jóvenes por la mano-. Mirad, porque a fe mía, es cosa curiosa. Allí tenéis un hombre que estaba resignado a su suerte, que marchaba al patíbulo, que iba a morir como un cobarde, es verdad, pero, después de todo, iba a morir sin blasfemar y sin resistirse, ¿y sabéis lo que le daba alguna fuerza? ¿Sabéis lo que le consolaba? ¿Sabéis lo que le hacía sufrir el suplicio con resignación...? El que otro participaba de su angustia, que otro iba a morir como él, que otro iba a morir antes que él. Llevad dos carneros o dos bueyes al matadero y haced comprender a uno de ellos que su compañero no morirá. El carnero balará de gozo y el buey mugirá de placer. Pero el hombre, el hombre que Dios ha creado a su imagen, el hombre a quien Dios impuso por primera, por única, por suprema ley, el amor al prójimo, el hombre a quien Dios ha dado una voz para expresar su pensamiento, ¿cuál será su primer grito al saber que su compañero se ha salvado? Una blasfemia. ¡Oh!, ¡honor al hombre, a esa obra maestra de la naturaleza, a ese rey de la creación!
 Dicho esto, el conde empezó a reír, pero con una risa terrible, feroz, que indicaba haber sufrido horriblemente para conseguir reír de aquella manera.
 Sin embargo, la lucha continuaba, y era algo espantoso. Los dos ayudantes llevaban a Andrés al patíbulo; todo el pueblo había tomado partido contra él y veinte mil voces gritaban a un tiempo: "¡Muera!, ¡muera!" Franz se retiró, pero el conde le cogió por el brazo y le retuvo delante de la ventana.
 -¿Qué hacéis? -le dijo-. ¿Os compadecéis de él? Si oyeseis ladrar a un perro rabioso, tomaríais vuestra escopeta, saldríais a la calle, mataríais sin misericordia a boca de jarro al pobre animal, que al fin y al cabo no sería culpable más que de haber sido mordido por otro perro y devolver lo que le habían hecho, y ahora tenéis piedad de un hombre a quien ningún otro hombre ha mordido y que, no obstante, después de haber asesinado vilmente a su bienhechor, no pudiendo ahora ya matar a nadie porque tiene las manos atadas, quiere a toda fuerza ver morir a su compañero de cautiverio, ¡a su camarada de infortunio! ¡No, no, mirad, mirad!"

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