lunes, 21 de diciembre de 2015

"Pequeño teatro".- Ana María Matute (1925-2014)


Resultado de imagen de ana maria matute
 Capítulo XII
 
3
 "A la memoria de Kepa vino aquel día en que el párroco de San Telmo riñó a Patxika. Era el día de fiesta del barrio de marineros, y Patxika y él subieron al campanario de la iglesia. A Patxika le gustaba contemplar desde allí a Oiquixa, porque, entonces, parecía un juguete. Cuando bajaban la escalerilla, el anciano párroco los detuvo. "Escucha, Patxika", dijo. Entonces la regañó. Primero con severidad y luego más suavemente. Por su modo de portarse. Subía hasta ellos el eco de la calle, de la fiesta. Patxika escuchaba, con la rubia cabeza doblada sobre el pecho, retorciendo entre sus dedos la punta de su delantal. No enrojecía, no parecía avergonzada por oír de labios del anciano la verdad de sus pecados. Pero estaba atemorizada, y un gran terror se leía en sus pupilas. Cuando el anciano la despidió, quedó muy triste, y al fin, dijo a su hermanito Kepa: "Tengo miedo. Tengo mucho miedo del infierno". Poco después, Patxika dejó de ir en busca de los marineros, de esperar en el muelle la llegada de los barcos grandes. Remendaba las redes junto al fuego, y la ciega dejó de lamentarse. El padre tampoco volvió a golpearla. Pero, entonces, fue cuando le pareció a Kepa que había perdido a su hermana para siempre. Y se quedó solo con sus grandes sueños, con su adolescencia llena de signos, de llamadas. Por entonces, Kepa soñaba con grandes proyectos. Tenía apenas trece años, y solía entrar en las taskas para hablar con hombres que venían de otros mares, que conocían lo que había al otro lado de la tierra. Marineros de lengua torpe, que explicaban otros modos de vivir. Hacía tiempo que Patxika había dejado de llevarle de la mano. Ya no le hablaba de sus infantiles ambiciones, ya no le llevaba a la ventana de la casa grande que se alzaba más allá del puente. Incluso ni siquiera debía de acordarse. El padre le llevó consigo a la mar y le enseñó el oficio. Cuando llegaba la noche, acostado en el banco de la cocina, junto al rescoldo, Kepa se revolvía inquieto, desvelado. Kepa no quería vivir así. No quería vivir allí, bajo aquel techo inclinado, surcado por vigas hinchadas de humedad. No quería asomarse a aquel agujero que miraba sedientamente hacia el mar. Kepa no quería morir en un catre duro y angosto, bajo una manta raída, respirando aquella atmósfera enrarecida. Adormecido en el cansancio de un oleaje constante y rutinario, Kepa deseaba irse de allí, mar adentro, detrás del sol. Kepa quería ir lejos, al mundo desconocido. Quería enriquecerse. "Esta vida no es vida. La vida es otra cosa", decía una voz dentro de él. La misma voz que ahora repetía: "La vida es otra cosa, que anda huyendo, delante de mí". Kepa era un chico orgulloso. No aceptaba limosnas, ni propinas ni regalos. Dejó de tomar parte los días de fiesta en la grotesca estupidez del "saliño-saliño". A Kepa lo único que le interesaba era el dinero, el dinero ganado por él. Kepa soñaba en el riesgo, en la aventura, en la riqueza. Kepa amaba el dinero por el dinero mismo, más aún que por lo que pudiera proporcionarle. Apenas pudo ir a la escuela, pero acudió al mismo párroco que una vez amonestó a su hermana, para que completase en lo posible su rudimentaria educación. Kepa era listo, y el párroco lo instruyó en lo que pudo. Nadie escribía como Kepa en Kale Mari, y los taberneros de Uranga le llamaban para que resolviera las embrolladas cuentas de su taska. Kepa leía todos los periódicos y todo recorte impreso que caía en sus manos. Hacía largas sumas, en el suelo, con carbón, al lado de los muchachos que intentaban dibujar un velero. Ya, desde muy niño, cuando otras criaturas aún hacían guiños a las estrellas, Kepa pretendía contarlas, lenta y tozudamente. Y contaba todo: los mástiles, las piedras de la calle, las barras de hierro de las verjas. Kepa quería saber. Siempre se decía: "Yo sabré algún día algo". Pero a Kepa le quedó siempre, aun hoy, aquel deseo metido dentro del pecho. Aquel ansia insatisfecha, por comprender. "Pero no comprendo. Yo no comprendo. Y tengo miedo. Tengo miedo de la soledad. Yo he oído historias de hombres que murieron solos. Yo no comprendo".
 Ahora, bajo el cuadro de Aránzazu Antía, Kepa pensaba en un muchacho que le recordaba sus primeros años." 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: