miércoles, 16 de diciembre de 2015

"Pequeño mundo antiguo".- Antonio Fogazzaro (1842-1911)


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Tercera parte.
1.-El sabio habla

 "Luisa sintió un impulso de gratitud y arrodillándose ante su amiga reclinó la cabeza en su regazo.
 -Tú sabes -dijo- que ya no creo en Dios. Antes creía que había un Dios malo, pero ahora ya no creo que exista. Si existiese el Dios bueno en el cual tú crees, no podría condenar a una madre que ha perdido a su única hija y que busca la manera de convencerse de que una parte de ella vive todavía.
 Ester no contestó. Casi cada noche, desde hacía dos años, su marido y Luisa evocaban el espíritu de la niña muerta. El profesor Gilardoni, curiosa mezcla de librepensador y de místico, había leído con muchísimo interés las cosas maravillosas que se contaban de las hermanas americanas Fox y de los experimentos de Eliphas Levi y había seguido el movimiento espiritista que se propagaba rápidamente por Europa como una locura que prendía en los cerebros y en las mesas. Había hablado de ello con Luisa y la pobre mujer, obsesionada por la idea de saber si su hija existía todavía y, en el caso de que existiese, lograr comunicarse de algún modo con ella, no viendo en aquellos hechos sorprendentes ni en aquellas teorías extrañas otra cosa que este punto luminoso, le había suplicado que intentara algún experimento con Ester y con ella. Ester no creía en más hechos sobrenaturales que los de la Doctrina Cristiana, y no se tomó, por consiguiente, la cosa en serio. Consintió en poner las manos en una mesita al lado de las de su amiga y las de su marido, el cual, por su parte, parecía muy entusiasmado y tenía una gran confianza en el éxito. Los primeros experimentos fracasaron. Ester, muy enojada, quiso que renunciara a continuar, pero una noche la mesita, después de veinte minutos de espera, se inclinó lentamente a un lado levantando una de sus patas al aire, luego recobró su posición normal y unos momentos después volvió a alzarse aterrorizando a Ester y alegrando al profesor y a Luisa. La noche siguiente la mesa se movió a los cinco minutos. El profesor le enseñó el alfabeto e intentó una evocación. La mesita contestó golpeando el suelo con la pata según el alfabeto que le habían enseñado. El espíritu evocado dio su nombre: Van Helmont. Ester temblaba de miedo como una hoja y el profesor temblaba de emoción queriendo comunicar a Van Helmont que tenía sus libros en la biblioteca, pero Luisa le suplicó que le preguntara dónde estaba María. Van Helmont contestó: "Cerca". Entonces, Ester, pálida como un cadáver, se levantó y dijo que no quería continuar. Ni las súplicas ni las lágrimas de Luisa pudieron convencerla. ¡Era pecado, era pecado! Los sentimientos religiosos de Ester no eran muy profundos, pero tenía mucho miedo del diablo y del infierno. Durante algún tiempo no hubo manera de reanudar las sesiones. A ella le producían horror y su marido no se atrevía a contradecirla. Fue Luisa quien a fuerza de ruegos obtuvo una transacción. Las sesiones se reanudaron, pero Ester no volvió a tomar parte en ellas.
 Ni siquiera quiso saber lo que ocurría ahí dentro. Únicamente cuando veía a su marido preocupado o distraído le lanzaba una alusión severa a las prácticas secretas que tenían lugar en el estudio. Entonces él se afligía y quería desistir de los experimentos, pero Ester se sentía débil ante Luisa porque había comprendido indirectamente que Luisa creía que hablaba con el espíritu de la niña. Ella le había dicho una vez:
 -Mañana no vendrá porque María no quiere.
 Y otra vez:
 -Voy a Looch porque María quiere una flor de la tumba de su abuela.
 A Ester le parecía increíble que una cabeza sensata y bien sentada como la de Luisa se extraviase de aquel modo, pero comprendía la inmensa dificultad de persuadirla por las buenas y la crueldad de oponerse a sus convicciones por las malas".  

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