Primera parte: Šipan
Capítulo 5
«Declaración
realizada el 8/01/1954 al comisario de la policía nacional Pasquale Cinquegrana
sobre la desaparición de un caro aparato de televisión de marca americana de la
base militar de las Fuerzas Aliadas de Agnano, Nápoles.
Me llamo Pagano Salvatore, nacido en Nápoles
el día 21 de julio de 1934. Mi madre se llamaba Carmela, pero todos la conocían
como Nennella, sobre todo en Vergini. El barrio, quiero decir. El barrio de
Vergini.
De mi padre nada sé, y no digo más.
A mí, sin embargo, los amigos, los chalanes de
Agnano y también otros amigos, me llaman Kociss. Bueno, también Salva el de la
Virgen, pero más Kociss. ¿No lo entiende? Kociss, con «k», ya sé que en nuestro
alfabeto no existe, pero en el americano y los extranjeros, sí. La k, quiero
decir. Pero ¿no conoce usted al gran futbolista húngaro? ¡Kociss!
¿Si soy futbolista? No, pero qué importa,
número uno, porque yo al balón sé jugar de verdad, y aunque tengo casi veinte
años, si tuviera más suerte hasta podría triunfar, pero da igual, porque el
nombre me lo gané por algo que no tiene nada que ver con el balón, bueno, sí,
tiene que ver, pero esto es otra historia. En fin, ¿tiene presente a ese gran
equipo que es Hungría, que este año ganará a todos en la Copa del Mundo que se
juega en Suiza? Pues en ese equipo hay varios jugadores y hay uno que mete cada
gol de cabeza que, cómo le diría, los clava. Fulminantes. Él y Puskas meten
goles a paladas, lo nunca visto, vamos. Y este que le digo los mete casi todos
de cabeza, el no va más. Kociss.
Pero, bueno, a lo que iba, que algunos amigos
y otros también, ya sabe cómo son los amigos, siempre de coña, en fin, que me
llaman así porque según dicen cuando me pongo a discutir con algún tipejo que
tiene mal perder, cosa que no suele ocurrir, quede claro, pues eso, que pocas
veces eso pasa y que si tú de qué vas, a mí no me vaciles, salen a relucir
las madres y hasta ahí hemos llegado, ya me entiende, pues eso, que según ellos
les suelto un cabezazo, aunque eso pasaría una vez, dos como mucho, ya sabe
cómo son los amigos, y dicen que les dejo grogui, y por eso me pusieron ese
nombre. Pero no era esto lo importante, perdone, lo que quería decirle es que
en el asunto ese del televisor yo no tengo nada que ver.
[…]
Capítulo 11
Declaración hecha el 25/01/1954 al comisario
de la policía nacional Pasquale Cinquegrana por Pagano Salvatore, de padre
desconocido, sospechoso del robo de un caro aparato de televisión de marca
americana de la base militar de las Fuerzas Aliadas de Agnano, Nápoles.
De acuerdo, entendido. Dice usted que hubo una
persona que me vio por la base. Agnano, quiero decir. La base de los Aliados de
Agnano. Pero ¿qué significa eso? Puede haberse equivocado, ya sabe lo que pasa
cuando está oscuro, que cree uno reconocer a un amigo y en cambio es alguien
que no tiene nada que ver. Eso es, así debe de haber sido. ¿Qué cree? Hay más
de una persona que le puede decir que estaba en la fiesta. Ya le hablé la vez
pasada de la fiesta, esa de Reyes. En el orfelinato de Santa Teresa. Por
supuesto, para repartir los regalos a los críos, ¿cómo no? Puede preguntarle a
sor Juliana, si usted quiere, allí no estaba oscuro, ella me vio perfectamente
la cara, incluso hablamos. Y estaba además sor Magdalena, puede preguntarle
también a ella. No pensará que dos monjas vayan a mentirle, son esposas de
Cristo, ya conoce a las monjas, oración y buenas obras, no saben siquiera lo
que es la mentira, es decir, entiéndame, lo saben, pero piensan que cuando se
miente la Virgen llora, de veras, eso nos decían, ¿ya sabes lo que pasa si dices
mentiras?
A mí fueron ellas las que me educaron. Las
monjas, quiero decir. Sor Juliana y sor Magdalena juntas. Usted mismo puede
comprobarlo, hasta los trece años viví en el orfelinato de Santa Teresa,
porque, en fin, mi madre apenas tenía dinero para ir tirando, la pobre, y con
el oficio al que se dedicaba, no sé si me explico, una criatura era una buena
carga. De mi padre, en cambio, no añado más. Hermanos, hermanas, tal vez tengo
muchos, pero nunca nadie me ha dicho nada.
Y ya que va, cuando vea a las monjas,
pregúnteles a ellas si soy yo un delincuente, como dice. Ya sabe, ellas no
dicen nunca mentiras. ¿Salvatore Pagano? Es un buen chaval, sí, siempre con los
caballos, con las apuestas, pero ¿qué quiere usted?, de alguna manera se tiene que
vivir. Porque a ellas, las monjas, tampoco las apuestas les hacen mucha gracia.
Pues si uno apuesta demasiado, hace llorar a santa Teresa. Eso nos decían. Cada
pecado tiene a su santo que llora, y cuanto más grave es el pecado más
importante es el santo. Pero, perdone, le estaba hablando de las monjas.
¿Salvatore Pagano? No ha robado nunca nada, le dirían, aparte de algún que otro
caramelo, y sí, claro, también algún que otro cigarrillo, y una vez, pero una
sola vez, una botella de vino de la bodega, pero un televisor, eso es
demasiado, ¿y dónde habría puesto él un televisor? No, no, Salva es un buen
chaval, le dirían.
Porque, mire, para demostrarle que quiero ser
sincero con usted hasta el fondo, como en un confesionario, aparte de los
caramelos, los cigarrillos y la botella de vino, una vez, pero una sola, ¿eh?,
hubo también otra cosa. Y no creo que esto las hermanas se lo vayan a contar,
porque, en fin, también ellas, en este caso, ¿entendido, no? Y esto es lo más
gordo que he hecho nunca, con la mejor de las intenciones, por supuesto, algo
justo, sí señor, pues de lo contrario las hermanas no me lo hubieran dejado
hacer nunca, pues vivía aún medio con ellas, en aquel entonces. Sí, medio, en
fin, a medias, a ratos, por el día me iba por mi cuenta y por la noche volvía
con ellas a dormir. Tenía trece años, entonces.
¿Le he dicho, no, que hay ciertos amigos, pero
pocos, y otros también que me conocen como Salva el de la Virgen? No, no,
tranquilo, no estoy cambiando de tema otra vez. Esto tiene que ver con esa cosa
gorda, pero justa, que hice hace mucho tiempo, la de las monjas. En fin, le
decía que me llaman así, Salva el de la Virgen, por el hecho de que yo, no solo
precisamente, mejor dicho, junto con otras personas, hice llorar a la Virgen.
¿Para qué mentir, disculpe? Eso es una forma de hablar. No, a estas Vírgenes no
las he hecho llorar con mentiras. Esas lloraban de verdad. Es decir, de verdad
no, no era un verdadero milagro, era una mentira, pero lloraban, eso sí. ¿Que no
entiende? Se lo explicaré mejor: esas otras personas con las que estaba echaban
una mano a otras personas, gente importante, peces gordos. Estos peces gordos
iban a muchísimos pueblos de los alrededores de Nápoles, Acerra, Marano,
Afragola, hablaban de sus cosas, hacían propaganda, contaban sus proyectos. Y
cuando se iban, y la gente seguía aún toda allí, al pie del escenario, pues
estos peces gordos hablaban desde un escenario, nos presentábamos nosotros. O
sea, esas otras personas y yo. Y no es que yo tuviera que hacer gran cosa, me
mandaban a la iglesia del pueblo, junto con el párroco, que estaba también con
nosotros, y en un momento dado tenía que salir yo corriendo afuera, como loco,
diciendo que había visto llorar a la Virgen, que era un milagro, ¡corred!, que
una viejecita que estaba a mi lado se había desmayado del susto. Y había veces
en que esas otras personas que estaban conmigo habían colocado una botellita de
agua dentro de la estatuilla de la Virgen, y ella lloraba de veras, es decir,
de veras no exactamente, no es que fuera un milagro, pero, en fin, parecía que
llorase. Pero en otras ocasiones no era necesario, bastaba con que los del
pueblo vieran al chaval y a la viejecita que decían sí, que la Virgen había
llorado, que ellos la habían visto, mientras aquel pez gordo decía que había
que votar por él, cruz sobre cruz, pues si no ni Virgen ni Italia ni nada, iban
a llegar esos ogros que se comían a los niños y… ¿No quiere que le cuente esta
historia? ¿Que ya la conoce? Está bien, está bien, no diré nada más, ya le dije
que era algo gordo, que a usted se lo quería contar todo, como en un
confesionario, en fin, pero a mí esa gente me la hicieron conocer las monjas, y
me dijeron que, bueno, había mentiras y mentiras, y que ésa era con buenas intenciones,
también usted hubiera dicho mentiras buenas, y esta era una de ellas, y era tan
buena que a fuerza de decirla parece que salvamos a Italia en el cuarenta y
ocho, yo y esas otras personas… Está bien, no le interesa, ya lo he entendido,
acabo enseguida, en cualquier caso fue por eso por lo que algunos amigos, pero
pocos, y también otros me llamaban Salva el de la Virgen. A mí, Kociss me gusta
mucho más.
Pero si no quiere oír esta historia, vuelvo a
decirle que yo con este problema del televisor americano no tengo nada que ver.
Y esto de la Virgen es lo más gordo que he hecho nunca.
¿Las cinco mil liras, dice? ¿Qué cinco mil
liras? ¿Que las tenía en el bolsillo? Bueno, sí, es cierto, cinco mil liras,
pero esas son mías. ¿Y cree que si hubiera vendido a alguien un televisor
americano le habría pedido nada más que cinco mil liras? Vale veinte veces más,
por lo menos. Pero le parece extraño que uno como yo vaya por ahí con cinco mil
liras en el bolsillo. Y bueno, ya le he dicho que tampoco a las monjas les
gusta, pero que yo apuesto a los caballos, que santa Teresa me perdone, y las
veces que gano, me saco alguna cosa. Además, ya sabe lo que pasa, siempre ando
por el hipódromo, y limpia aquí, lleva esto allá, vete rápido a hacer una
apuesta para el señor que no quiere molestarse, y también así se saca uno algo.
Pero poquita cosa, cuatrocientas, quinientas liras como mucho. Las cinco mil
liras, esas las gané a los caballos. En el Gran Premio del domingo éramos tres,
me parece, yo aposté por Monte Allegro, todos decían que ganaría Ninfa y en
cambio ganó Monte Allegro. Ya sabe, Agnano es mi segunda casa, o mejor dicho,
incluso la primera, y yo los caballos los conozco bien de verdad, y Ninfa el
día antes había tenido un cólico de miedo, mientras que Monte Allegro estaba en
buena forma. El totalizador lo daba a cien liras, puede comprobarlo usted
mismo, y yo aposté por él todos mis ahorros, quinientas liras, exactamente.
¡Una gran apuesta, comisario, nunca he visto
tanto dinero en mi vida!»
[Wu Ming es el pseudónimo de un grupo de escritores italianos que trabajan de forma colectiva].
[El texto pertenece a la edición en español
de Editorial Mondadori, 2003, en traducción de José Ramón Monreal, pp. 50 y
75-76. ISBN: 978-84-3970-985-5.]