domingo, 21 de abril de 2024

El cuarto mandamiento.- Booth Tarkington (1869-1946)


Booth Tarkington - Wikipedia, la enciclopedia libre
Capítulo primero


  «El comandante Amberson hizo su fortuna el año 1873, precisamente cuando otras gentes andaban perdiendo las suyas, y de entonces data el comienzo de la magnificencia de los Ambersons. Es la magnificencia, como la importancia de un caudal, relativa siempre, y así lo descubriría el mismísimo Lorenzo el Magnífico si su espíritu visitara el Nueva York contemporáneo; fueron magníficos los Ambersons para su época y para la ciudad en que vivían. Su esplendor subsistió durante todos los años que vieron a su ciudad del Midland extenderse y tornarse sombría hasta llegar a ser grande urbe, mas alcanzó su mayor brillo en aquella época en que todas las familias pudientes y con niños tenían un perro de Terranova.
 En aquella ciudad, y en aquellos tiempos, todas las mujeres que gastaban sedas y terciopelos conocían a todas las mujeres que gastaban sedas y terciopelos, y si alguna compraba un abrigo de piel de foca, hasta las inválidas eran llevadas a la ventana para que lo vieran pasar por la calle. En las tardes de invierno, briosos trotones corrían presurosos por National Avenue y Tennessee Street arrastrando trineos; caballos y conductores eran de todos conocidos; y también los conocían cuando llegado el verano eran los veloces y ligeros tílburis los que renovaban las competencias y carreras del invierno. Todo el mundo conocía los coches familiares de los demás y podía identificarlos en la calle a media milla de distancia, habilidad en extremo útil para asegurarse de quién iba de compras, quién a una fiesta, o a casa desde la oficina o tienda, ya fuera para el almuerzo, ya para la cena.
 Durante los primeros tiempos de esta época predominaba la opinión de que la elegancia personal debía juzgarse más bien por la calidad de las telas usadas que por la forma a éstas dada. No era preciso reformar un vestido de seda al cabo de un año, poco más o menos, de estrenado, pues tal vestido continuaría siendo elegante mientras continuase siendo de seda. Los ancianos y los gobernadores vestían de fino paño negro, de más de veintinueve pulgadas de ancho; el traje de etiqueta era del mismo paño, con pantalones de otro más fino que parecía ante; y no había ningún hombre, fuera su edad la que fuera, que creyese que un sombrero pudiera ser otra cosa que un objeto rígido, alto y sedoso, que los deslenguados conocían con el irreverente nombre de “tubo de chimenea”. Aquellos hombres no hubieran aceptado ninguna otra clase de sombrero ni para la ciudad ni para el campo, y eran capaces de remar en el río tocados con él, sin experimentar embarazo alguno.
 Llegó un día en el que la “última moda” derrocó la aristocracia de la buena calidad. Modistas, zapateros, sombrereras y sastres se hicieron más astutos, lograron mayor autoridad, y hallaron medios de convertir en vieja la ropa nueva. Apareció el sombrero hongo, y se extendió su uso de manera prodigiosa: un año parecía su copa un cubo; al siguiente, más se asemejaba a una cuchara. Aún había en todas las casas un sacabotas, pero las botas altas fueron suplantadas por zapatos y botines, y la forma de los primeros iba mudándose de año en año, siendo ahora sus puntas cuadradas y luego afiladas como la proa de un balandro.
 Los pantalones con raya planchada eran considerados cosa plebeya, pues indicaba aquel doblez que había estado la prenda almacenada en un estante, y por tanto que no fue cortada a la medida. Llamaban a estas prendas compradas hechas, “bajamés”, aludiendo al estante en que esperaron comprador. A principios de la década del 80, cuando privaban con las mujeres flequillos y tontillos, apareció en sociedad un nuevo tipo de petimetre, que recibió el nombre de “pisaverde”: vestía este pantalones ceñidos a la pierna, zapatos de punta afilada como la de un puñal, hongo de “cuchara”, chaqueta recta llamada “Chesterfield”, de faldellines cortos y amplios, cuello cilíndrico y torturador de tres pulgadas, planchado y replanchado hasta que brillaba como un espejo, y rodeaba a este ora con una gran corbata de “plastrón” o con un lacito que no desdijera en la trenza de una muñeca. Cuando de etiqueta se vestía, usaba un abrigo color cuero, tan desmedrado que asomaban por debajo los negros faldones del frac sus buenas cinco pulgadas; pero pasados un par de años se alargó este abrigo de tan desmesurada manera que llegaba a los talones del elegante, y al mismo tiempo aquellos ceñidos pantalones fueron desechados para dar lugar a otros que, de puro amplios, parecían sacos. Pasó el tiempo, y no se volvió a saber del “pisaverde”, aunque la palabra que para él fue inventada permaneció en uso, generalmente con significación peyorativa.
 Fueron aquellas épocas de más abundantes cabellos que la nuestra. Las barbas adoptaban extrañas formas, según el antojo de quienes las llevaban, y no era extraordinario contemplar cosas en verdad inusitadas y sorprendentes. Los bigotes crecían sobre la boca como descuidadas guardamalletas; y fue posible para un señor senador de los Estados Unidos dejarse una sotabarba que más bien parecía desplazado bigote, sin que ello se considerase lo bastante interesante para merecer de los periódicos una sola caricatura. Y esto último basta para demostrar que, no obstante los pocos años transcurridos, era aquella época bien distinta de la actual.
EL CUARTO MANDAMIENTO | BOOTH TARKINGTON | Comprar libro 9788420467351 Al principio de la gran época de los Ambersons, la mayoría de las casas en aquella ciudad del Midland eran de agradable arquitectura. Carecían de estilo, pero también carecían de pretensiones, y todo lo que no es presuntuoso ya de por sí tiene suficiente estilo. Se alzaban bien separadas entre sí, sombreadas por árboles que aún quedaban de los que en otros tiempos formaron bosques; olmos, hayas y nogales, y aquí y allá una alta fila de sicómoros crecían y medraban donde se había rellenado arenales y barrancas con tierra del monte. La casa del “Primer Contribuyente” daba a Military Square, a National Avenue o a Tennessee Street, y estaba edificada de ladrillo, con cimientos de piedra, o de madera con cimientos de ladrillo. Tenía, generalmente, un “porche principal” y un “porche trasero” (y algunas veces un “porche lateral”); tenía un “hall delantero”, un “hall lateral” (y algunas veces un “hall trasero”); del “hall delantero” se pasaba a tres habitaciones: “la salita”, “el cuarto de estar” y “la biblioteca”, y esta última pieza podía justificar su nombre, pues aquellas gentes, por algún motivo sería, acostumbraban comprar libros. Por lo general, la familia estaba más a menudo en la “biblioteca” que en el cuarto de estar, y las visitas, cuando eran de “cumplido”, eran llevadas a “la salita”, lugar éste de pulimento e incomodidad extraordinarios. La tapicería del mobiliario en la biblioteca estaba algo deslucida, pero las hostiles sillas y sofá de la “salita” siempre parecían nuevos. Y, verdaderamente, por lo que se usaban bien pudieran haber durado mil años.
 Las alcobas estaban arriba: el cuarto de los padres, el más espacioso; uno algo más reducido para uno o dos hijos varones; otro para una o dos hijas. Cada una de estas alcobas tenía una cama de matrimonio, un “palanganero”, un “buró”, un armario, una mesita, una mecedora y, algunas veces, un par de sillas ligeramente averiadas en el piso bajo, pero en buen uso, y no parecía justificado el gasto de repararlas, ni discreto arrinconarlas por tan poca cosa en el desván. También había siempre un cuarto para huéspedes, en el cual era acostumbrado guardar la máquina de coser. Alrededor de 1870 comenzó a desarrollarse la opinión de que era necesario un cuarto de baño. Esto determinó que los arquitectos colocasen cuartos de baño en las casas nuevas; y las antiguas procuraron no quedarse atrás, para lo cual se sacrificaban los espaciosos armarios roperos de pared, y en el hueco así dejado se instalaba una tina, y junto al fogón de la cocina un calentador de agua. Esa planta siempre viva de la flora americana, los tradicionales chistes acerca de los usos, costumbres y tardanzas de los fontaneros, fue plantada en la vida nacional por aquel entonces.
 En la parte trasera de la casa, arriba, había una triste y angosta cámara llamada “el cuarto de la chica”, y en la cuadra, junto al pajar, otra alcoba llamada “el cuarto del criado”, sirviente admirable que para todo valía.
 Casa y cuadra costaban de siete a ocho mil dólares, y la gente que podía invertir cantidades de esa importancia en tales comodidades era llamada Los Ricos. Pagaban éstos a la habitante de «el cuarto de la chica» dos dólares a la semana, ya adelantada la época de que hablamos, dos dólares y medio, y muy a finales, tres dólares. Era «la chica», por lo común, irlandesa o alemana, o quizá escandinava, pero jamás indígena, como no fuese negra. “El criado”, que vivía en la cuadra, gozaba de emolumentos semejantes, y aunque también él era a veces un emigrante recién llegado en la cala del barco, por lo general se trataba de un hombre de color.
 Cuando salía el sol y era amable la mañana, los corrales de detrás de la cuadra presentaban un aspecto bien alegre: risas y voces llenaban el aire a todo lo largo de los polvorientos cobertizos, acompañadas de sonoros golpes dados con las almohazas contra las cercas y muros de la cuadra, pues los “morenos” gustaban de almohazar sus caballos en el patio. Prefieren siempre los «morenos» chismorrear a voces mejor que cuchicheando, y opinan que una palabrota, para que satisfaga a quien la dice, ha de pronunciarse con voz recia y sonora, y que si no, más vale callar. Allí la gente menuda aprendía frases abominables que luego repetían ante sus mayores pidiendo cumplida exégesis de su contenido, con frecuencia en momentos muy inoportunos. Los niños de menos desarrollada curiosidad se limitaban a repetir las frases en ocasiones de apuro o agobio, lo que atraía sobre sus cabezas tales consecuencias que solían recordarlas hasta ya muy entrados en años.»

      [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Alfaguara, 2005, en traducción de Fernando Santos, pp.10-14. ISBN: 978-84-2046-735-1.]

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