Capítulo primero
«El comandante Amberson hizo su fortuna el
año 1873, precisamente cuando otras gentes andaban perdiendo las suyas, y de
entonces data el comienzo de la magnificencia de los Ambersons. Es la
magnificencia, como la importancia de un caudal, relativa siempre, y así lo
descubriría el mismísimo Lorenzo el Magnífico si su espíritu visitara el Nueva
York contemporáneo; fueron magníficos los Ambersons para su época y para la
ciudad en que vivían. Su esplendor subsistió durante todos los años que vieron
a su ciudad del Midland extenderse y tornarse sombría hasta llegar a ser grande
urbe, mas alcanzó su mayor brillo en aquella época en que todas las familias
pudientes y con niños tenían un perro de Terranova.
En aquella ciudad, y en aquellos tiempos,
todas las mujeres que gastaban sedas y terciopelos conocían a todas las mujeres
que gastaban sedas y terciopelos, y si alguna compraba un abrigo de piel de
foca, hasta las inválidas eran llevadas a la ventana para que lo vieran pasar
por la calle. En las tardes de invierno, briosos trotones corrían presurosos
por National Avenue y Tennessee Street arrastrando trineos; caballos y
conductores eran de todos conocidos; y también los conocían cuando llegado el
verano eran los veloces y ligeros tílburis los que renovaban las competencias y
carreras del invierno. Todo el mundo conocía los coches familiares de los demás
y podía identificarlos en la calle a media milla de distancia, habilidad en
extremo útil para asegurarse de quién iba de compras, quién a una fiesta, o a
casa desde la oficina o tienda, ya fuera para el almuerzo, ya para la cena.
Durante los primeros tiempos de esta época
predominaba la opinión de que la elegancia personal debía juzgarse más bien por
la calidad de las telas usadas que por la forma a éstas dada. No era preciso
reformar un vestido de seda al cabo de un año, poco más o menos, de estrenado,
pues tal vestido continuaría siendo elegante mientras continuase siendo de
seda. Los ancianos y los gobernadores vestían de fino paño negro, de más de
veintinueve pulgadas de ancho; el traje de etiqueta era del mismo paño, con pantalones
de otro más fino que parecía ante; y no había ningún hombre, fuera su edad la
que fuera, que creyese que un sombrero pudiera ser otra cosa que un objeto
rígido, alto y sedoso, que los deslenguados conocían con el irreverente nombre
de “tubo de chimenea”. Aquellos hombres no hubieran aceptado ninguna otra clase
de sombrero ni para la ciudad ni para el campo, y eran capaces de remar en el
río tocados con él, sin experimentar embarazo alguno.
Llegó un día en el que la “última moda”
derrocó la aristocracia de la buena calidad. Modistas, zapateros, sombrereras y
sastres se hicieron más astutos, lograron mayor autoridad, y hallaron medios de
convertir en vieja la ropa nueva. Apareció el sombrero hongo, y se extendió su
uso de manera prodigiosa: un año parecía su copa un cubo; al siguiente, más se
asemejaba a una cuchara. Aún había en todas las casas un sacabotas, pero las
botas altas fueron suplantadas por zapatos y botines, y la forma de los
primeros iba mudándose de año en año, siendo ahora sus puntas cuadradas y luego
afiladas como la proa de un balandro.
Los pantalones con raya planchada eran
considerados cosa plebeya, pues indicaba aquel doblez que había estado la
prenda almacenada en un estante, y por tanto que no fue cortada a la medida.
Llamaban a estas prendas compradas hechas, “bajamés”, aludiendo al estante en
que esperaron comprador. A principios de la década del 80, cuando privaban con
las mujeres flequillos y tontillos, apareció en sociedad un nuevo tipo de
petimetre, que recibió el nombre de “pisaverde”: vestía este pantalones ceñidos
a la pierna, zapatos de punta afilada como la de un puñal, hongo de “cuchara”,
chaqueta recta llamada “Chesterfield”, de faldellines cortos y amplios, cuello
cilíndrico y torturador de tres pulgadas, planchado y replanchado hasta que
brillaba como un espejo, y rodeaba a este ora con una gran corbata de “plastrón”
o con un lacito que no desdijera en la trenza de una muñeca. Cuando de etiqueta
se vestía, usaba un abrigo color cuero, tan desmedrado que asomaban por debajo
los negros faldones del frac sus buenas cinco pulgadas; pero pasados un par de
años se alargó este abrigo de tan desmesurada manera que llegaba a los talones
del elegante, y al mismo tiempo aquellos ceñidos pantalones fueron desechados
para dar lugar a otros que, de puro amplios, parecían sacos. Pasó el tiempo, y
no se volvió a saber del “pisaverde”, aunque la palabra que para él fue
inventada permaneció en uso, generalmente con significación peyorativa.
Fueron aquellas épocas de más abundantes
cabellos que la nuestra. Las barbas adoptaban extrañas formas, según el antojo
de quienes las llevaban, y no era extraordinario contemplar cosas en verdad
inusitadas y sorprendentes. Los bigotes crecían sobre la boca como descuidadas
guardamalletas; y fue posible para un señor senador de los Estados Unidos
dejarse una sotabarba que más bien parecía desplazado bigote, sin que ello se
considerase lo bastante interesante para merecer de los periódicos una sola
caricatura. Y esto último basta para demostrar que, no obstante los pocos años
transcurridos, era aquella época bien distinta de la actual.
Al principio de la gran época de los
Ambersons, la mayoría de las casas en aquella ciudad del Midland eran de
agradable arquitectura. Carecían de estilo, pero también carecían de
pretensiones, y todo lo que no es presuntuoso ya de por sí tiene suficiente
estilo. Se alzaban bien separadas entre sí, sombreadas por árboles que aún
quedaban de los que en otros tiempos formaron bosques; olmos, hayas y nogales,
y aquí y allá una alta fila de sicómoros crecían y medraban donde se había
rellenado arenales y barrancas con tierra del monte. La casa del “Primer
Contribuyente” daba a Military Square, a National Avenue o a Tennessee Street,
y estaba edificada de ladrillo, con cimientos de piedra, o de madera con
cimientos de ladrillo. Tenía, generalmente, un “porche principal” y un “porche
trasero” (y algunas veces un “porche lateral”); tenía un “hall delantero”, un “hall
lateral” (y algunas veces un “hall trasero”); del “hall delantero” se pasaba a
tres habitaciones: “la salita”, “el cuarto de estar” y “la biblioteca”, y esta
última pieza podía justificar su nombre, pues aquellas gentes, por algún motivo
sería, acostumbraban comprar libros. Por lo general, la familia estaba más a
menudo en la “biblioteca” que en el cuarto de estar, y las visitas, cuando eran
de “cumplido”, eran llevadas a “la salita”, lugar éste de pulimento e
incomodidad extraordinarios. La tapicería del mobiliario en la biblioteca
estaba algo deslucida, pero las hostiles sillas y sofá de la “salita” siempre
parecían nuevos. Y, verdaderamente, por lo que se usaban bien pudieran haber
durado mil años.
Las alcobas estaban arriba: el cuarto de los
padres, el más espacioso; uno algo más reducido para uno o dos hijos varones;
otro para una o dos hijas. Cada una de estas alcobas tenía una cama de
matrimonio, un “palanganero”, un “buró”, un armario, una mesita, una mecedora
y, algunas veces, un par de sillas ligeramente averiadas en el piso bajo, pero
en buen uso, y no parecía justificado el gasto de repararlas, ni discreto
arrinconarlas por tan poca cosa en el desván. También había siempre un cuarto
para huéspedes, en el cual era acostumbrado guardar la máquina de coser.
Alrededor de 1870 comenzó a desarrollarse la opinión de que era necesario un
cuarto de baño. Esto determinó que los arquitectos colocasen cuartos de baño en
las casas nuevas; y las antiguas procuraron no quedarse atrás, para lo cual se
sacrificaban los espaciosos armarios roperos de pared, y en el hueco así dejado
se instalaba una tina, y junto al fogón de la cocina un calentador de agua. Esa
planta siempre viva de la flora americana, los tradicionales chistes acerca de
los usos, costumbres y tardanzas de los fontaneros, fue plantada en la vida nacional
por aquel entonces.
En la parte trasera de la casa, arriba, había
una triste y angosta cámara llamada “el cuarto de la chica”, y en la cuadra,
junto al pajar, otra alcoba llamada “el cuarto del criado”, sirviente admirable
que para todo valía.
Casa y cuadra costaban de siete a ocho mil
dólares, y la gente que podía invertir cantidades de esa importancia en tales
comodidades era llamada Los Ricos. Pagaban éstos a la habitante de «el cuarto
de la chica» dos dólares a la semana, ya adelantada la época de que hablamos,
dos dólares y medio, y muy a finales, tres dólares. Era «la chica», por lo
común, irlandesa o alemana, o quizá escandinava, pero jamás indígena, como no
fuese negra. “El criado”, que vivía en la cuadra, gozaba de emolumentos
semejantes, y aunque también él era a veces un emigrante recién llegado en la
cala del barco, por lo general se trataba de un hombre de color.
Cuando salía el sol y era amable la mañana,
los corrales de detrás de la cuadra presentaban un aspecto bien alegre: risas y
voces llenaban el aire a todo lo largo de los polvorientos cobertizos,
acompañadas de sonoros golpes dados con las almohazas contra las cercas y muros
de la cuadra, pues los “morenos” gustaban de almohazar sus caballos en el
patio. Prefieren siempre los «morenos» chismorrear a voces mejor que
cuchicheando, y opinan que una palabrota, para que satisfaga a quien la dice,
ha de pronunciarse con voz recia y sonora, y que si no, más vale callar. Allí
la gente menuda aprendía frases abominables que luego repetían ante sus mayores
pidiendo cumplida exégesis de su contenido, con frecuencia en momentos muy
inoportunos. Los niños de menos desarrollada curiosidad se limitaban a repetir
las frases en ocasiones de apuro o agobio, lo que atraía sobre sus cabezas tales
consecuencias que solían recordarlas hasta ya muy entrados en años.»
[El texto pertenece a la edición en español
de Editorial Alfaguara, 2005, en traducción de Fernando Santos, pp.10-14. ISBN:
978-84-2046-735-1.]
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