domingo, 13 de marzo de 2022

El arte de la lectura en tiempos de crisis.- Michèle Petit (1946)


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3.-La simbolización y el relato: poderes y límites.

Leer las páginas dolorosas de la propia vida de manera indirecta

  «En Francia también mucha gente ha señalado que la literatura constituía desde la más tierna edad “un excelente soporte para el discurso sobre uno mismo”, para utilizar las palabras de Francis Marcoin, en particular muchos de aquéllos y aquéllas que, en guarderías, bibliotecas y escuelas, desarrollan espacios de lectura no regidos por la estricta rentabilidad escolar. Pero esto también es válido para la lectura solitaria, desde luego. Cuando algunos hombres o mujeres me contaban sus recuerdos en el campo o en los suburbios franceses, lo que se evocaba de manera recurrente era también ese trabajo de narración de la propia historia, de ensoñación, de pensamiento, que acompaña o sigue a la lectura. 
 Como dice Pierre Bayard, los libros son un segundo lenguaje al cual recurrimos para hablar de nosotros mismos, un “espacio privilegiado para el descubrimiento personal”: “Lo que realiza el buen lector es una travesía de los libros, pues sabe que cada uno de ellos es portador de una parte de él mismo y puede abrirle el camino a esta parte si tiene la sabiduría de no detenerse […] el lenguaje puede encontrar en su travesía del libro el medio para hablar de lo que habitualmente se oculta en nosotros”. 
 Para Gustavo Martín Garzo, “amamos un libro en la medida en que algo que creíamos perdido, un saber acerca de nosotros mismos, un gesto adorado, regresa a nosotros. Leer es asistir a ese regreso...” Y para Laura Devetach: “Tal vez cuando recurrimos a los textos todos buscamos algo desconocido, algo que se nos plantea como puente hacia cosas ocultas...” No es difícil observar que la búsqueda ávida de un secreto íntimamente relacionado con ellos obsesiona a numerosos lectores, sea cual sea su edad, y que se hallan en caza perpetua, como Pierre Bergounioux, quién dice: “Durante mucho tiempo esperé que existiera el libro que lo explicara todo”. O este hombre que narra: “Compro libros sin que necesariamente tenga tiempo de leerlos, para no arriesgarme a dejar pasar aquel que, por fin, lo supiera todo acerca de mí. Si lo dejara pasar, ¡ usted se da cuenta!” 
 Del nacimiento a la vejez, estamos en busca de ecos de los que hemos vivido de manera oscura, confusa, y que algunas veces se revela, se explicita de manera luminosa y se transforma gracias a una historia, un fragmento o una simple frase. Y nuestra sed de palabras, de elaboración simbólica es tal que, a menudo creemos asistir a ese regreso de un saber a propósito de nosotros mismos saltando sobre quién sabe qué extraños resortes, haciendo derivar el texto leído a nuestro capricho, encontrado en él algo que el autor jamás habría imaginado que estuviera allí. Habla una vez más P. Bayard: “tanto los lectores como los no lectores están atrapados, lo quieran o no, en un proceso interminable de invención de los libros, y […] la verdadera cuestión no es, por ello, saber cómo escapar de ella, sino cómo acrecentar su dinamismo y su alcance”. 
 Cuando no se siente como algo impuesto, una historia prestada -o una frase- puede muy pronto volverse parte de uno mismo y, al garantizar una distancia que protege, puede permitir evocar la propia historia, en particular sus capítulos difíciles. Porque son sobre todo las páginas dolorosas de nuestra vida las que pueden ser leídas de manera indirecta. “Eso habla de mí sin que esté obligada a hablar de mí”, como le dijo una mujer a Karine Brutin, maestra de literatura que acompaña a jóvenes en gran desamparo psíquico en la clínica universitaria Georges Heuyer o en el hospital Sainte-Anne, en París. Para ella,” el encuentro con el libro permite, en situaciones de catástrofe psíquica, reanudar con el mundo interior propio y desplegarlo a partir de las representaciones culturales y artísticas...” 
 La literatura, observa ella,” devuelve algo indecible al campo del lenguaje”. Para esto hace falta muchas veces - además del arte de esta maestra- un relato “que contenga la historia sin que sea necesario hablar de ella”, que permita entrever una escena oculta sin por ello revelarla. Encuentro que se produce allí donde uno menos lo espera y donde el libro elegido por el lector lo es ”porque en secreto tiene que ver con una catástrofe íntima, porque es una de las versiones imaginarias posibles de ésta. La lectura consuela, apacigua porque pone en movimiento nuestras inscripciones traumáticas más oscuras”. 
 Ésta reconduce a cada persona al corazón de sí misma, “hasta el seno de lo oscuro que nos da fundamento” y “es terapéutica porque las representaciones que ofrece, despiertan lo que nosotros está dormido o ignorado, recitan pedazos de historias, fragmentos de recuerdos, los efluvios de sensaciones olvidadas”. Por eso la lectura y la vida están tan estrechamente mezcladas que importa poco “distinguir lo propio de lo que pertenece al escritor. La lectura, al suscitar la vida interior, desencadena un proceso terapéutico discreto, del que quizá no medimos todo el poder”. 
 Más allá de las situaciones de catástrofe para cada persona, como lo señala también K. Brutin, “las historias narradas en la velada o los libros que se leen al momento de dormirse permiten metabolizar conflictos y desesperanzas sobre una escena imaginaria, y entrar en los reinos sombríos’ habitados por las imágenes del sueño. El libro es fruto de un trabajo análogo al del sueño”. Tal vez por ello es que tanta gente lee por la noche, sin importar cuál sea su medio social o su edad. Más de un lector por cierto, hace explícita la semejanza entre lectura y sueño, por ejemplo el hombre que dice: “Yo Leo en la cama. Si ustedes quieren, ésta es siempre la sala de descompresión entre los problemas del día y la noche. Y eso alimenta mis sueños”. 
 Didier Anzieu pensaba que por medio del sueño se restauraba cada noche la envoltura psíquica vital que los pequeños traumatismos de la jornada habían llenado de agujeros. Tal vez la lectura repara también en la cotidianeidad los desgarramientos y domestica lo extraño, lo inquietante. El acomodo en secuencia, la elaboración estética de los textos, son tranquilizadores: el tiempo se ordena, los acontecimientos contingentes adquieren sentido en una historia que se pone en perspectiva. Y es un poco como si, por el orden secreto que emana de ésta, el caos del mundo interior pudiera tomar forma.

 A la caza de expresiones afortunadas 

 Sea cual sea el medio en que vivimos y la cultura que nos vio nacer, necesitamos mediaciones, representaciones figuraciones simbólicas para salir del caos, sea exterior o interior. Lo que está en nosotros debe primero encontrar cómo decirse hacia fuera, y por vías indirectas, para que podamos instalarnos en nosotros mismos. Para que tramos enteros de lo que hemos vivido no se queden enquistados en zonas muertas de nuestro ser. De otro modo, carecemos de fuerza. 
Resultado de imagen de michele petit la lectura en tiepos Desde luego, la lectura no basta para suministrar representaciones y reparar a quienes han vivido dramas o las múltiples separaciones que son lo normal en toda vida. Hacen falta vínculos sociales, amor, amistad, proyectos compartidos, a veces otras prácticas culturales -como veremos más adelante-, y a menudo una intersubjetividad con profesionales de la escucha con los cuales poder liberar las palabras. Pero somos seres de lenguaje en caza perpetua de “expresiones afortunadas”. 
 Algunas veces son nuestros allegados quienes nos brindan claves que nos permiten explicitar lo que hemos vivido. O desconocidos, de la calle o en un café, los que pronuncian una o dos frases o cuentan una anécdota que aclara una región de nosotros que no habíamos podido expresar, un aspecto del mundo que permanecía en la oscuridad. No obstante, ese tesoro de experiencias humanas que es la cultura nos prodiga recursos inigualables. Y en particular por medio de la literatura. Como dice P. Bergounioux, “los buenos libros nombran de modo simple y sencillo las cosas que nos ocurren y nos afectan, sobre todo en la medida en que no los comprendemos verdaderamente. Al lado de la esfera del sentido común, del comentario apresurado, aproximativo, cuyo destello incierto guía nuestros pasos en el camino de cada día, existen versiones aproximadas, amplias, insólitas, deslumbrantes de nuestra experiencia: aquellas que la literatura y sólo ella, es capaz de dar”. 
 Mitos, cuentos, leyendas, poesías, obras de teatro, novelas que ponen en escena las pasiones humanas, los deseos o los miedos, permiten comprender a los niños, a los adolescentes y también a los adultos, no por medio del razonamiento sino mediante un desciframiento inconsciente, que lo que les obsesiona pertenece a todos. Son puentes tendidos entre uno mismo y los demás, pasarelas lanzadas entre la parte inefable de uno mismo y la que se presenta a los demás.   
 Puede ser un simple título el que permita expresarlo sobre sí mismo en una forma condensada, como en el ejemplo que menciona el doctor Xavier Pommereau, encargado en Burdeos del Centro Abadie, que acoge adolescentes suicidas. Este lugar se propone ser una “cámara de descompresión” para que estos jóvenes que no encuentran en la vida ni sitio ni identidad tolerables, prosigan el trabajo sobre ellos mismos. A esta edad, observa Pommereau, no es fácil que las palabras describan los males y hace falta encontrar otras vías aparte de las simples pláticas o discusiones para que expresen lo que sienten. De este modo se implementan actividades deportivas como la escalada y algunas mediaciones culturales. Lo que solicitaron los adolescentes fue un muro de expresión, un punching bag (una pera de box) y... algunos libros. El lugar se convirtió en una biblioteca donde se boxea y se hacen grafitis. Pommereau escribe: “Contra lo que esperábamos y pese a que habíamos tratado en vano de sensibilizar a los jóvenes hacia la lectura con interventores externos, algunos libros son consultados, leídos o tomados en préstamo”. Señala en particular el éxito que tuvo El rojo y el negro entre los jóvenes provenientes de medios populares. Y aclara: “Para estos jóvenes, el rojo es la sangre y el negro la desesperanza. Necesitan poner este libro sobre su mesa de noche para proyectar su desesperanza”. Del otro lado del Atlántico, Cien años de soledad juega a veces este papel... 
 Aun en los contextos más dramáticos, en hospitales donde se hallan niños al final de su vida, algunos mediadores observan que por medio de un libro, éstos empiezan a veces hablar de su muerte, por ejemplo designando el cielo en la imagen de un libro ilustrado y diciendo: “Yo iré allí”. O piden una historia precisa, como la niña que le rogaba a un enfermero que le leyera “La cabra del señor Seguin” e insistió hasta que cedió a su petición - a la que se resistía con todo su ser- para después señalar: “Fíjate, al amanecer ella escogió renunciar a luchar y morir”. A la mañana siguiente ella misma dejó de vivir.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Océano, 2008, en traducción de Diana Luz Sánchez, pp. 110-117. ISBN: 978-84-494-3905-6.]

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