3.-La simbolización y el relato: poderes y límites.
Leer
las páginas dolorosas de la propia vida de manera indirecta
«En
Francia también mucha gente ha señalado que la literatura constituía desde la
más tierna edad “un excelente soporte para el discurso sobre uno
mismo”, para utilizar las palabras de Francis Marcoin, en particular
muchos de aquéllos y aquéllas que, en guarderías, bibliotecas y
escuelas, desarrollan espacios de lectura no regidos por la estricta
rentabilidad escolar. Pero esto también es válido para la lectura
solitaria, desde luego. Cuando algunos hombres o mujeres me contaban sus
recuerdos en el campo o en los suburbios franceses, lo que se evocaba de manera
recurrente era también ese trabajo de narración de la propia historia, de ensoñación,
de pensamiento, que acompaña o sigue a la lectura.
Como
dice Pierre Bayard, los libros son un segundo lenguaje al cual recurrimos
para hablar de nosotros mismos, un “espacio privilegiado para el
descubrimiento personal”: “Lo que realiza el buen lector es una travesía de los libros, pues sabe que
cada uno de ellos es portador de una parte de él mismo y puede abrirle el
camino a esta parte si tiene la sabiduría de no detenerse […] el lenguaje
puede encontrar en su travesía del libro el medio para hablar de lo que
habitualmente se oculta en nosotros”.
Para Gustavo Martín Garzo, “amamos un libro en
la medida en que algo que creíamos perdido, un saber acerca de nosotros
mismos, un gesto adorado, regresa a nosotros. Leer es asistir a ese
regreso...” Y para Laura Devetach: “Tal vez cuando recurrimos a los textos
todos buscamos algo desconocido, algo que se nos plantea como puente hacia
cosas ocultas...” No es difícil observar que la búsqueda ávida de un
secreto íntimamente relacionado con ellos obsesiona a numerosos lectores, sea
cual sea su edad, y que se hallan en caza perpetua, como Pierre Bergounioux, quién dice: “Durante mucho tiempo esperé
que existiera el libro que lo explicara todo”. O este hombre que narra: “Compro
libros sin que necesariamente tenga tiempo de leerlos, para no arriesgarme
a dejar pasar aquel que, por fin, lo supiera todo acerca de mí. Si lo dejara pasar, ¡ usted se da cuenta!”
Del
nacimiento a la vejez, estamos en busca de ecos de los que hemos vivido de
manera oscura, confusa, y que algunas veces se revela, se explicita de manera
luminosa y se transforma gracias a una historia, un fragmento o una simple
frase. Y nuestra sed de palabras, de elaboración simbólica es tal que, a menudo creemos asistir a ese regreso
de un saber a propósito de nosotros mismos saltando sobre quién sabe qué
extraños resortes, haciendo derivar el texto leído a nuestro capricho, encontrado
en él algo que el autor jamás habría imaginado que estuviera allí. Habla una
vez más P. Bayard: “tanto los lectores como los no lectores están atrapados, lo
quieran o no, en un proceso interminable de invención de los libros, y
[…] la verdadera cuestión no es, por ello, saber cómo escapar de ella,
sino cómo acrecentar su dinamismo y su alcance”.
Cuando
no se siente como algo impuesto, una historia prestada -o una frase- puede muy
pronto volverse parte de uno mismo y, al garantizar una distancia que protege,
puede permitir evocar la propia historia, en particular sus capítulos
difíciles. Porque son sobre todo las páginas dolorosas de nuestra vida las que
pueden ser leídas de manera indirecta. “Eso habla de mí sin que esté obligada a
hablar de mí”, como le dijo una mujer a Karine Brutin, maestra de
literatura que acompaña a jóvenes en gran desamparo psíquico en la clínica
universitaria Georges Heuyer o en el hospital Sainte-Anne, en París. Para ella,” el encuentro
con el libro permite, en situaciones de catástrofe psíquica, reanudar con el
mundo interior propio y desplegarlo a partir de las representaciones culturales
y artísticas...”
La
literatura, observa ella,” devuelve algo indecible al campo del lenguaje”. Para
esto hace falta muchas veces - además del arte de esta maestra- un relato
“que contenga la historia sin que sea necesario hablar de ella”, que permita
entrever una escena oculta sin por ello revelarla. Encuentro que se produce
allí donde uno menos lo espera y donde el libro elegido por el lector lo es ”porque
en secreto tiene que ver con una catástrofe íntima, porque es una de las
versiones imaginarias posibles de ésta. La lectura consuela, apacigua porque
pone en movimiento nuestras inscripciones traumáticas más oscuras”.
Ésta
reconduce a cada persona al corazón de sí misma, “hasta el seno de lo oscuro que
nos da fundamento” y “es terapéutica porque las representaciones que ofrece, despiertan lo que nosotros está
dormido o ignorado, recitan pedazos de historias, fragmentos de recuerdos, los
efluvios de sensaciones olvidadas”. Por eso la lectura y la vida están tan
estrechamente mezcladas que importa poco “distinguir lo propio de lo que pertenece
al escritor. La lectura, al suscitar la vida interior, desencadena un
proceso terapéutico discreto, del que quizá no medimos todo el poder”.
Más
allá de las situaciones de catástrofe para cada persona, como lo señala
también K. Brutin, “las historias narradas en la velada o los libros que se
leen al momento de dormirse permiten metabolizar conflictos y desesperanzas
sobre una escena imaginaria, y entrar en los ‘reinos sombríos’ habitados por las
imágenes del sueño. El libro es fruto de un trabajo análogo al del
sueño”. Tal vez por ello es que tanta gente lee por la noche, sin importar
cuál sea su medio social o su edad. Más de un lector por cierto, hace explícita la
semejanza entre lectura y sueño, por ejemplo el hombre que dice: “Yo Leo en la cama. Si ustedes quieren,
ésta es siempre la sala de descompresión entre los problemas del día y la
noche. Y eso alimenta mis sueños”.
Didier Anzieu pensaba que por medio del sueño se
restauraba cada noche la envoltura psíquica vital que los pequeños traumatismos
de la jornada habían llenado de agujeros. Tal vez la lectura repara también en la cotidianeidad los desgarramientos y domestica lo
extraño, lo inquietante. El acomodo en secuencia, la elaboración estética de
los textos, son tranquilizadores: el tiempo se ordena, los
acontecimientos contingentes adquieren sentido en una historia que se pone en
perspectiva. Y es un poco como si, por el orden secreto que emana de ésta, el
caos del mundo interior pudiera tomar forma.
A la caza de expresiones afortunadas
Sea
cual sea el medio en que vivimos y la cultura que nos vio nacer, necesitamos
mediaciones, representaciones figuraciones simbólicas para salir del caos, sea exterior
o interior. Lo que está en nosotros debe primero encontrar cómo decirse hacia
fuera, y por vías indirectas, para que podamos instalarnos en nosotros mismos. Para
que tramos enteros de lo que hemos vivido no se queden enquistados en zonas
muertas de nuestro ser. De otro modo, carecemos de fuerza.
Desde
luego, la lectura no basta para suministrar representaciones y reparar a quienes han vivido dramas o las múltiples
separaciones que son lo normal en toda vida. Hacen falta vínculos sociales,
amor, amistad, proyectos compartidos, a veces otras prácticas culturales -como
veremos más adelante-, y a menudo una intersubjetividad con profesionales de la
escucha con los cuales poder liberar las palabras. Pero somos seres de lenguaje
en caza perpetua de “expresiones afortunadas”.
Algunas
veces son nuestros allegados quienes nos brindan claves que nos permiten
explicitar lo que hemos vivido. O desconocidos, de la calle o en un café, los
que pronuncian una o dos frases o cuentan una anécdota que aclara una región de
nosotros que no habíamos podido expresar, un aspecto del mundo que permanecía
en la oscuridad. No obstante, ese tesoro de experiencias humanas que es la
cultura nos prodiga recursos inigualables. Y en particular por medio de la
literatura. Como dice P. Bergounioux, “los buenos libros nombran de modo simple
y sencillo las cosas que nos ocurren y nos afectan, sobre todo en la medida en
que no los comprendemos verdaderamente. Al lado de la esfera del sentido común,
del comentario apresurado, aproximativo, cuyo destello incierto guía nuestros
pasos en el camino de cada día, existen versiones aproximadas, amplias,
insólitas, deslumbrantes de nuestra experiencia: aquellas que la
literatura y sólo ella, es capaz de dar”.
Mitos,
cuentos, leyendas, poesías, obras de teatro, novelas que ponen en escena las
pasiones humanas, los deseos o los miedos, permiten comprender a los niños, a
los adolescentes y también a los adultos, no por medio del razonamiento sino
mediante un desciframiento inconsciente, que lo que les obsesiona pertenece a
todos. Son puentes tendidos entre uno mismo y los demás,
pasarelas lanzadas entre la parte inefable de uno mismo y la que se
presenta a los demás.
Puede
ser un simple título el que permita expresarlo sobre sí mismo en una forma condensada,
como en el ejemplo que menciona el doctor Xavier Pommereau, encargado en
Burdeos del Centro Abadie, que acoge adolescentes suicidas. Este
lugar se propone ser una “cámara de descompresión” para que estos jóvenes que
no encuentran en la vida ni sitio ni identidad tolerables, prosigan el trabajo sobre ellos
mismos. A esta edad, observa Pommereau, no es fácil que las palabras
describan los males y hace falta encontrar otras vías aparte de las simples
pláticas o discusiones para que expresen lo que sienten. De este modo se
implementan actividades deportivas como la escalada y algunas mediaciones
culturales. Lo que solicitaron los adolescentes fue un muro de expresión, un punching bag (una pera de box) y... algunos libros. El
lugar se convirtió en una biblioteca donde se boxea y se hacen grafitis. Pommereau
escribe: “Contra lo que esperábamos y pese a que habíamos tratado en vano de
sensibilizar a los jóvenes hacia la lectura con interventores externos, algunos
libros son consultados, leídos o tomados en préstamo”. Señala en
particular el éxito que tuvo El rojo y el
negro entre los jóvenes provenientes de medios populares. Y aclara: “Para
estos jóvenes, el rojo es la sangre y el negro la desesperanza. Necesitan poner
este libro sobre su mesa de noche para proyectar su desesperanza”. Del
otro lado del Atlántico, Cien
años de soledad juega a veces este papel...
Aun
en los contextos más dramáticos, en hospitales donde se hallan niños al final
de su vida, algunos mediadores observan que por medio de un libro, éstos
empiezan a veces hablar de su muerte, por ejemplo designando el cielo en la
imagen de un libro ilustrado y diciendo: “Yo iré allí”. O piden una
historia precisa, como la niña que le rogaba a un enfermero que le leyera “La cabra del señor Seguin” e insistió hasta que cedió a su petición
- a la que se resistía con todo su ser- para después señalar: “Fíjate, al
amanecer ella escogió renunciar a luchar y morir”. A la mañana siguiente
ella misma dejó de vivir.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Océano, 2008, en traducción de
Diana Luz Sánchez, pp. 110-117. ISBN: 978-84-494-3905-6.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: