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«Mi negocio floreció. Mis diez primeros clientes susurraron la gran noticia a sus amigos y éstos se la confiaron a otros, de modo que al cabo de un mes aproximadamente se había formado una enorme bola de nieve. Pasaba la mitad de cada día fabricando pastillas. Di gracias al cielo por haber tenido la previsión de traerme del Sudán una cantidad grande de polvos desde un buen principio. Pero tuve que rebajar el precio. No todo el mundo era embajador o ministro de Asuntos Exteriores y muy pronto comprobé que había muchísima gente que no podía permitirse el lujo de pagar el absurdo precio de mil francos por pastilla que cobré al principio. En lugar de eso, lo dejé en doscientos cincuenta francos.
El dinero entraba a raudales.
Empecé a comprarme ropa elegante y a codearme con la buena sociedad parisina.
Me compré un automóvil y aprendí a conducirlo. Era el nuevo modelo fabricado por De Dion-Bouton, el Sports DK, un maravilloso y pequeño monobloque de cuatro cilindros, con una caja de cambios de tres velocidades y freno de mano de palanca. Su velocidad máxima, tanto si se lo creen como si no, era de 75 km. por hora y más de una vez subí por los Campos Elíseos con el acelerador a fondo.
Pero por encima de todo retocé y me divertí con mujeres para gran alegría de mi corazón. París era en aquel entonces una ciudad extraordinariamente cosmopolita. Estaba repleta de mujeres de primera calidad procedentes de prácticamente todos los países del mundo y durante este período empecé a comprender una curiosa verdad. Todos sabemos que las personas de distintas nacionalidades tienen diferentes características nacionales y temperamentos. Lo que no es tan bien sabido es que estas diferentes características nacionales son más notables aún en las relaciones sexuales que en las relaciones meramente sociales. Era extraordinaria la fidelidad con que respondían al mismo modelo las mujeres de cada nacionalidad. Podías acostarte, por ejemplo, con media docena de damas serbias (cosa que, lo crean o no, hice en aquellos días) y, si eras capaz de prestar suficiente atención, comprobabas que todas ellas poseían cierto número de excentricidades, habilidades y preferencias específicas comunes. También las mujeres polacas eran fácilmente reconocibles por coincidir en sus características. Y lo mismo ocurría con las vascuences, las marroquíes, las ecuatorianas, las noruegas, las holandesas, las guatemaltecas, las belgas, las rusas, las chinas y todas las demás. Hacia el final de mi estancia en París, me hubieran podido meter con los ojos vendados en una cama con una dama de cualquier país del mundo, y antes de que transcurriesen cinco minutos, aunque ella no hubiese pronunciado una sola palabra, hubiese sabido cuál era su nacionalidad.
Pasemos ahora a la cuestión que no podía fallar. ¿Qué país produce las hembras más divertidas?
Personalmente, adquirí cierta preferencia por las búlgaras de sangre aristocrática. Entre otras cosas, esas mujeres poseían unas lenguas de lo más extraordinario. No solamente eran sus lenguas excepcionalmente musculosas y vibrantes sino que además poseían una rugosidad, cierta capacidad abrasiva, comparable solamente a la de los gatos. Consigan que un gato les lama un rato el dedo, y entenderán a qué me refiero.
Las mujeres turcas (creo que ya las he mencionado en otra ocasión) también ocupaban uno de los principales puestos de mi lista. Eran como norias: no dejaban de girar hasta que el río se quedaba seco. Pero, por todos los santos, había que estar muy en forma para desafiar a una dama turca, y personalmente nunca dejé entrar a ninguna en casa antes de haberme tomado un buen desayuno.
Las hawaianas me interesaron porque tenían el dedo gordo del pie prensil y prácticamente en todas las situaciones que puedan imaginarse utilizaban los pies en lugar de las manos.
Por lo que se refiere a las chinas aprendí por experiencia a jugar solamente con las procedentes de Pekín y la zona vecina de Shan-tung. E incluso en este caso, solamente si procedían de familias nobles. En aquellos tiempos las familias pertenecientes a la nobleza de Pekín y Shan-tung tenían por costumbre poner a sus hijas en manos de sabias ancianas en cuanto las muchachas cumplían los quince años. Pasaban los dos años siguientes sometidas a un estricto curso de instrucción destinado a enseñarles solamente una cosa: el arte de proporcionar placer físico a sus futuros maridos. Y al final, tras un severo examen práctico, les daban un certificado donde se indicaba si habían aprobado o suspendido. Si la chica era excepcionalmente diestra e imaginativa le daban un "Sobresaliente", pero la nota más apreciada era el "Diploma de honor". Una joven dama con este diploma podía prácticamente elegir marido a su gusto. Por desgracia, sin embargo, casi la mitad de las chicas que sacaban diploma eran conducidas precipitadamente al Palacio imperial, del que no volvían a salir.
En París sólo llegué a descubrir a una china de las que tenían uno de esos diplomas de honor. Era la esposa de un millonario del opio y había llegado a París para elegir vestidos selectos. De paso me eligió a mí también y tengo que admitir que fue una experiencia memorable. Había convertido en un arte sublime la práctica de lo que ella llamaba hasta-aquí-y-basta. Nunca llegabas al final del todo. No lo permitía. Te conducía hasta el borde mismo. [...]
Podría describir, si quisiera, las curiosas costumbres femeninas de otras cincuenta nacionalidades, por lo menos, pero no pienso hacerlo. Al menos no pienso hacerlo aquí, porque en realidad debo continuar narrando la historia central que me ocupa, a saber, cómo gane dinero.
Durante el séptimo mes de mi estancia en París tuvo lugar un incidente afortunado que dobló mis ingresos. Esto fue lo que pasó. Una tarde estaba en mi apartamento con una dama rusa que tenía cierto parentesco con el zar. Era un flaco arenque de piel blanca, bastante fría y despreocupada, casi descortés, y tuve que echar bastante carbón a la lumbre antes de conseguir que sus calderas empezasen a soltar vapor.»
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