VIII
"Dos días habían pasado, después de escrita esta carta, sin que ningún suceso insólito tuviera lugar en el castillo. Las horas sucedían a las horas, como acontece siempre. Lo mismo que los días precedentes, se vivía con esa indiferencia, con ese abandono que tanto hace disfrutar en el campo. Únicamente por la noche se ocupaban los unos de los otros y la causa era que, en aquel momento, terminados los paseos, todos se reunían en el gran salón. Las jóvenes tocaban el piano, o el arpa, con los balcones abiertos, a la claridad de la luna; se hablaba de París, del próximo invierno, de la última novela. Creemos que esta manera de vivir no necesita largas descripciones: todo el mundo la conoce.
En medio de toda aquella tranquilidad y de aquel bullicio, entre aquellas bellas y aquellos elegantes, tenía lugar un drama, ¡cosa extraña!, que se representaba entre dos personajes, como si dijéramos entre Pigmalión y su estatua, y que pasaba inadvertido para todos los asistentes.
Era preciso que la vanidad hiciese terribles esfuerzos para convertir en imbéciles a todas aquellas vacías, para que nadie tuviese la menor sospecha al ver la cara de Allan. Inspiraba compasión; su palidez tenía un tinte verde, y su hermosa frente se mostraba tan abatida como si la hubiera herido un rayo. Entraba muy tarde en el salón y, de toda la concurrencia, sólo Camila era la que oía a su madre cuando le decía en voz muy baja, que se perdía en el ruido de las conversaciones:
-¡Allan, amigo mío, valor!
La carta que la Condesa le había escrito le había dejado aterrado; pero, a fuerza de sufrir, el alma se encallece y la pasión forma parte de la voluntad. Conocía el joven, aunque es verdad que todavía confusamente, que resistiría al imperio de la mujer amada y quería sustraerse al interés de su mismo amor; pero también conocía que nada podía oponer a aquella razón fría y cariñosa que se le imponía. El alma de aquella mujer estaba muerta; su destino estaba encerrado en un círculo de hierro: todo estaba acabado y solamente tenía la esperanza de que no se le obligaría a separarse de la estatua de mármol que cubría el sepulcro.
El sentido de las últimas líneas de la carta de la señora de Scudemor había quedado para él algo confuso: sin embargo, creía que le hablaría aún otra vez y estaba dispuesto a rebelarse contra el ascendiente que la dama tenía sobre todas sus confundidas facultades. Pero esto era un delirio: nuestras pasiones se ajustan siempre a la cobardía que las produce.
Aquella noche fue a sentarse en el sofá en que ella estaba, indiferente a todo lo que se decía, como de costumbre, pero no distraída, y hablando con el poco interés que demostraba en todo. Hacía cuarenta y ocho horas que Allan había recibido la misiva y, en ese espacio de tiempo, el joven había padecido siglos de ansiedad y sufrimientos y aquella alma, saturada y llena de dolor, se anonadaba en la embriaguez de ver a la mujer amada. Pasó dos horas, consagrado con todos sus sentidos, mirando los mórbidos brazos de la Condesa que se dibujaban a través de las mangas de su vestido.
La conversación entre los concurrentes del salón era muy animada: los hombres hablaban de política y las señoras cuchicheaban entre sí; resultando de todos estos tonos diferentes una confusión que permitía deslizar al oído del vecino algunas palabras sin que nadie lo oyera ni lo notara. Y esto fue lo que sucedió cuando la Condesa dijo a Allan:
-Id a esperarme al bosquecillo.
Camila se hallaba sentada en un taburete a los pies de su madre, muy formal y silenciosa. Fue la única que oyó la palabras que ésta había pronunciado, y aunque su curiosidad de niña la impulsaba a aventurar una pregunta, se calló y ni un músculo de su rostro experimentó la más mínima contracción.
Aquellas palabras dichas en voz baja sacaron a Allan de su ensimismamiento, volviéndole a su dolor. Presentía que en ellas se ocultaba un adiós, la última orden, la crueldad que se le había anunciado. Remedio violento, que no impediría la muerte del enfermo... Recordó los propósitos que se había formado: estaba convencido de que no podía ni quería separarse de la mujer a la que amaba sin esperanza; pero temblaba ante la lucha que iba a entablarse entre ambos. Creía tener fuerza y energía para resistir; pero, subyugado hasta lo más íntimo de su alma por la señora de Scudemor, tenía miedo de que su energía, de la cual no tenía una gran seguridad, fuese dominada. ¡Sentimiento amargo, que lleva consigo el poco aprecio de sí mismo!
Tardó muy poco en salir del salón, dirigiéndose al sitio indicado. El bosquecillo, plantado en una lengua de tierra al otro lado del pantano, era un retiro fresco y sombrío, formado por muchos abetos, acacias y cipreses. Al pie de aquellos árboles se habían sembrado al azar gran cantidad de flores, a las que nunca daba el sol, por lo cual vivían pálidas y languideciendo a la sombra; aunque hubiera podido decirse que lo que perdían en esplendor, lo ganaban en perfume".
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