Primera etapa
«Estaba completamente sereno y cuando Sabeth fue en mi busca, le dije en seguida que se resfriaría, en su ligero vestidito de noche. Quiso saber si estaba triste y por qué no bailaba. Me parecían divertidos, le dije, los bailes de hoy en día, me divertían esas cabriolas existencialistas, donde cada uno baila por sí y se lo pasa en grande por su propia cuenta, meneándose, retorciendo las piernas, estremeciéndose como en un ataque de fiebre; todo algo epiléptico, pero divertido, muy animado, la verdad, pero yo no lo sé hacer.
¿Por qué iba a estar triste? Inglaterra no se divisaba aún. Le presté mi chaqueta para que no se resfriara; el viento era tan fuerte que no había manera de que la cola de caballo se le mantuviera detrás. Las chimeneas rojas a la luz de los faros...
Sabeth encontraba estupendo eso de pasar una noche en cubierta, cuando silban todos los cables y todo se estremece, las velas sobre las lanchas de socorro, el humo que sale de las chimeneas... Apenas se oía la música.
Hablamos de constelaciones: lo corriente hasta que uno se da cuenta de que todavía entiende menos de astronomía que el otro; lo demás es romanticismo, que yo no puedo soportar. Le enseñé el cometa que se veía aquellos días en el norte. Por un tris no le dije que era mi cumpleaños: hacía ya tres o cuatro días que el cometa se veía, aunque nunca tan bien como en aquella noche; por lo menos desde el 26 de abril. No dije, pues, ni una palabra de mi cumpleaños (29 de abril).
-Quiero pedirle dos cosas como despedida -le dije-: La primera que no se haga usted azafata...
-¿Y la segunda?
-La segunda -dije yo-, que no vaya a Roma en auto-stop. Se lo digo en serio. Preferiría pagarle el tren o el avión...
Ni por un momento se me ocurrió la idea de que iríamos juntos hasta Roma, Sabeth y yo; no se me había perdido nada en Roma. Ella se me echó a reír en la cara. Me interpretó mal. Después de medianoche hubo una cena fría, como de costumbre. Yo aseguré que tenía hambre y obligué a Sabeth a bajar porque vi que tiritaba a pesar de mi chaqueta. Le tiritaba visiblemente la barbilla sin que pudiera disimularlo. Abajo seguían bailando.
Su insistencia en suponer que yo estaba triste porque estaba solo me puso de mal humor. Estoy acostumbrado a viajar solo. Vivo, como todo hombre de verdad, entregado a mi trabajo. Al contrario, no deseo otra cosa y me considero feliz de vivir solo, única situación posible para un hombre, a mi entender; me gusta poderme despertar solo, sin tener que decir una palabra. ¿Dónde está la mujer capaz de comprenderlo?
La mera pregunta de cómo he pasado la noche me pone furioso porque mis pensamientos están proyectados hacia adelante; estoy acostumbrado a mirar hacia el futuro y no hacia el pasado; a hacer planes. Caricias por la noche, bueno; pero caricias por la mañana me parecen insoportables, y más de tres o cuatro días de vivir con una mujer, francamente, creo que son el principio de la hipocresía. Los sentimientos, a primera hora de la mañana, no hay hombre que los resista. Prefiero fregar platos.
Sabeth se reía.
Tomar el desayuno con una mujer, bueno, por excepción, en vacaciones; desayunar en una terraza, pero jamás lo he soportado más allá de tres semanas; eso es bueno para las vacaciones cuando uno tampoco sabría qué hacer todo el santo día, pero al cabo de tres semanas (lo más) echo de menos las turbinas; la calma de las mujeres por la mañana, por ejemplo, una mujer que a primera hora, antes de vestirse, es capaz de arreglar unas flores en un jarrón mientras habla del amor y del matrimonio, no hay hombre que la resista, creo yo, a menos que disimule. No pude por menos que pensar en Ivy; Ivy significa hiedra y éste es para mí el nombre apropiado para todas las mujeres. Quiero estar solo. Me basta ver una habitación doble, a menos que sea en un hotel que se podría abandonar pronto, una habitación doble como institución permanente, para pensar en la legión extranjera...
Sabeth me encontraba cínico. Pero yo decía la pura verdad.
No seguí hablando, aunque creo que míster Lewin no comprendía una palabra; cubrió su copa con la mano cuando vio que iba a servirle más vino y Sabeth, que me encontraba cínico, fue invitada a bailar... No soy cínico. Soy únicamente algo que las mujeres no aceptan: soy completamente objetivo. No soy un monstruo, como pretende Ivy, y no digo nada contra el matrimonio; en general, han sido las propias mujeres las que han encontrado que no servía para casado. Soy incapaz de sentimentalismo constante. La soltería es la única situación posible para mí porque no estoy dispuesto a hacer desgraciada a una mujer y las mujeres tiene cierta tendencia a ser desgraciadas. Confieso que estar solo no siempre es divertido, que uno no está siempre en forma. Por otra parte, sé por experiencia que cuando uno no está en forma, ellas tampoco lo están; en cuanto se aburren, empiezan los reproches de que uno es egoísta, etc. Entonces, francamente, prefiero aburrirme solo. [...] Uno de los momentos más felices que conozco es el momento en que me marcho de una reunión, me siento en mi coche, cierro la portezuela y abro el contacto, pongo la radio, enciendo un cigarrillo con el encendedor y arranco con el pie en el gas; la gente, incluso los hombres, me impone un esfuerzo. Y por lo que se refiere a mis momentos de romanticismo, no hago caso, como ya he dicho; a veces uno se pone blando, pero luego se recobra. Son manifestaciones de cansancio. Como ocurre con el acero. Los sentimentalismos, lo tengo experimentado, son manifestaciones de cansancio, nada más, por lo menos en mí.»
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: