lunes, 5 de diciembre de 2016

"El hotel blanco".- Donald Michael Thomas (1935)


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  V.- El coche cama

 "Rumores: sólo se oían rumores desde que Kolya y Pavel llegaron la víspera gritando que había un anuncio en la valla y montones de personas apiñadas en torno. Lisa y Liuba, que estaban cosiendo juntas, habían salido corriendo y conseguido pasar entre la multitud inquieta para leer el cartel. Como de costumbre, estaba impreso en papel barato de envolver y redactado en ruso, ucraniano y alemán. El bando decía que todos los judíos residentes en la ciudad de Kíev y sus inmediaciones debían presentarse a las ocho en punto de la mañana del lunes, 29 de septiembre de 1941, en la confluencia de las calles Melnikovsky y Dokhturov (cerca del cementerio). Debían llevar consigo documentos, dinero y objetos de valor, así como prendas cálidas, ropa interior, etc. Los judíos que no cumpliesen la orden y fueran descubiertos en cualquier otro lugar serían fusilados.
 Las palabras sencillas y vulgares (prendas cálidas, ropa interior, etc.) eran extrañamente más escalofriantes que el frío y despreciativo término "judíos". La gente leía el decreto en voz alta, como si no lo entendiera.
 -Un gueto, un gueto -murmuró alguien; y una anciana empezó a gimotear.
 -Nos echan la culpa de los incendios -dijo un anciano de barba blanca. Las personas que se hallaban cerca de él dirigieron instintivamente la mirada hacia el centro de la ciudad, donde las llamas, aún en pleno vigor, seguían chamuscando el aire.
 Los alemanes habían entrado en la ciudad una semana antes, como triunfantes libertadores del yugo soviético y habían sido bienvenidos con pan y sal. Los barberos judíos y ucranianos cortaron el pelo a los afables oficiales germanos. Nadie deploró que los generales alemanes -en lugar de los jerarcas del partido comunista y los actores y músicos privilegiados- ocupasen los pisos lujosos de la Kreshchatik. Más tarde, una vez que los nuevos inquilinos se instalaron confortablemente con sus cuadros y sus pianos de cola, la Kreshchatik se transformó en un infierno. Alemanes y ucranianos saltaron hechos pedazos. Lisa, como todo el mundo, había ido a contemplar el magno incendio que destruyó el histórico centro urbano, donde antaño había vivido.
 Indudablemente, el Ejército Rojo -que culpaba a los bárbaros nazis, ¡como si fuera posible que se destrozasen ellos mismos!- era el responsable de las explosiones. Unos cuantos soldados se habían quedado atrás para hacer estallar las bombas. Pero luego se esparció el rumor de que los culpables eran los judíos. De ahí que se divulgase el bando: los alemanes echaban la culpa a los judíos y los enviaban a un gueto situado probablemente en Polonia. De todas formas, aun en el caso de que los judíos fueran los responsables, ¿por qué castigar a todos por la acción de unos pocos? 
 Fue mientras las dos mujeres estaban mirando el papel gris de envolver cuando Liuba Shchadenko hizo su piadosa propuesta. Llevó a Lisa aparte de la muchedumbre y le susurró:
 -Tú no tienes que irte. Tú no eres judía. Yo puedo ocuparme de Kolya. Uno más no será una carga.
 Lisa montó en cólera: ¡que Liuba fuera capaz de imaginarse que enviaría a su hijo a un gueto sin ella! Pero inmediatamente le abrumó la noble generosidad de Liuba. Le brotaron las lágrimas. [...]
 Lisa le apretó las manos y le dijo:
 -No, ¡pero lo agradezco! Iremos juntas.
 Iban llegando mejores noticias. No había ni que hablar de que los enviaran a un gueto. ¿Acaso no eran los alemanes una raza decente y equilibrada? Lisa lo sabía bien por haber vivido la mitad de su vida entre amistosas voces alemanas. Ni siquiera los comunistas pudieron hablar mal de los germanos en el par de años que precedió a la guerra. ¡Vaya, si cuando la Kreshchatik había estallado los alemanes arriesgaron su vida, destacando equipos de hombres por toda la ciudad, advirtiendo a la gente que abandonara sus viviendas! ¡Habían rescatado a viejos, inválidos, niños, a las mismas personas que ahora supuestamente iban a enviar al gueto! No, los evacuarían a un lugar más seguro de la retaguardia. Pero alguien preguntó: ¿por qué evacuar primero a los judíos? La respuesta llegó en seguida, confidencialmente: "Porque los judíos están emparentados con los alemanes"
 Y bien, ¿entonces cómo explicar el tono duro y brutal de la proclama? "Todos los judíos... Cualquier judío que..." Pero esto sólo sonaba feroz a los oídos de los mismos judíos; para los alemanes no era más que una descripción neutra, como aquello de "prendas cálidas, ropa interior, etc." Y fijaos -señaló una joven-, han escrito Melnikovsky y Dokhturov, calles que no existen; se refieren a Melnikov y Degtyarev; así que la orden ha pasado por las manos un mal traductor. Él o ella le han conferido ese tono áspero.
 Lisa sabía que la versión alemana poseía exactamente el mismo tono; pero guardó silencio. No sabía qué pensar. Su don de intuición se había desvanecido como la carne de sus huesos. Sólo podía esperar y rezar para que los profetas de la perdición se hubieran equivocado. Tan sólo una hora más tarde, cuando ya habían comenzado a empacar, la buena nueva corrió como la pólvora por todo el Podol: iban a enviarlos a Palestina".    

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