miércoles, 28 de diciembre de 2016

"La maravillosa historia de Peter Schlemihl".- Adelbert von Chamisso (1781-1838)


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 I

«Había bajado ya la colina por entre los rosales, escurriéndome felizmente, y me encontraba en una pradera cuando, por miedo a que alguien me viera caminando por la hierba, lancé una escrutadora mirada a mi alrededor. ¡Qué susto me llevé al ver al hombre del abrigo gris detrás de mí y que venía a mi encuentro! Hasta se quitó el sombrero y se inclinó delante de mí tan profundamente como nunca nadie lo había hecho. No había duda: quería hablarme y yo no podía evitarlo sin parecer grosero. Me quité también el sombrero, me incliné y me quedé allí a pleno sol con la cabeza descubierta, como si hubiera echado raíces. Le miré aterrorizado; estaba igual que un pájaro encantado por una serpiente. Él también parecía muy apurado. Levantó la vista, se inclinó varias veces, se acercó un poco y me dijo con una voz insegura, débil, poco menos que en el tono de un mendigo:
 -¿Querrá el señor perdonar mi impertinencia por haberle seguido de una manera tan desacostumbrada? Deseaba pedirle algo. Hágame el favor, se lo ruego...
 -¡Pero, por Dios, señor! -dije yo, lleno de miedo-. ¿Qué puedo hacer yo por un hombre que...?
 Nos quedamos callados los dos y yo creo que nos pusimos colorados.
 Después de un momento de silencio, él volvió a hablar:
 -Durante el corto tiempo que he tenido la suerte de encontrarme a su lado... si me permite decírselo, señor, he podido contemplar con auténtica e indecible admiración la bellísima sombra que da usted en el suelo, esa magnífica sombra que, sin darse cuenta, con un cierto noble descuido... arroja ahí a sus pies. Y, ahora, perdóneme la atrevida pretensión: ¿no podría quizás sentirse inclinado a cedérmela?
 Se calló y a mí me daba vueltas la cabeza como una rueda de molino. ¿Qué pensar de una proposición tan rara? ¡Comprarme la sombra! "Debe de estar loco", pensé. Y, cambiando a un tono más de acuerdo con el suyo, tan humilde, le contesté:
 -¡Pero, cómo! ¿No tiene usted bastante con su sombra, querido amigo? Me parece un negocio muy raro.
 Y él respondió en seguida:
 -Yo tengo aquí en mi bolsillo algunas cosas que posiblemente no le parezcan mal al señor... Para esa inapreciable sombra, cualquier precio, por alto que sea, me parece poco.
 Me corrió un escalofrío ante esa alusión al bolsillo y no supe cómo había podido llamarle antes querido amigo. Empecé a hablar otra vez intentando en lo posible contentarle con la máxima cortesía.
 -Mire, señor, le ruego que perdone a su servidor más rendido, pero, de verdad, no entiendo bien del todo lo que dice. ¿Cómo iba yo a poder vender mi...?
 Él me interrumpió:
 -Yo le suplico solamente que me dé permiso para recoger aquí mismo, en el acto, su sombra del suelo y guardármela. Cómo hacerlo, es asunto mío. A cambio, como prueba de mi reconocimiento al señor, le dejo escoger entre todos estos tesoros que llevo en el bolsillo: la auténtica mandrágora, la hierba de Glauco, los cinco céntimos del judío, la moneda robada, el tapete de Rolando, un genio embotellado... al precio que quiera. Pero ya veo que no le interesa. Mejor el sombrerito de los deseos de Fortunato, nuevo y fuerte, recién restaurado. También una bolsa de la suerte, como la que él tuvo...
 -¡La bolsa de Fortunato! -exclamé interrumpiéndole.
 Había ganado mis cinco sentidos (a pesar del miedo que tenía) con esas palabras. Me dio una especie de mareo y vi brillar delante de mis ojos dobles ducados.
 -El señor puede examinar y poner a prueba esta bolsita cuando lo desee.
 Metió la mano en el bolsillo y sacó una bolsa de tamaño medio, de cordobán fuerte, bien cosida a dos firmes cordones de cuero y me la dio. Metí la mano dentro y saqué diez piezas de oro y luego otras diez, y otras diez, y otras diez. Le tendí rápidamente la mano.
 -¡De acuerdo! Trato hecho. Llévese mi sombra por la bolsa.
 Me estrechó la mano. Inmediatamente se arrodilló delante de mí y le vi cómo despegaba suavemente del suelo mi sombra, de los pies a la cabeza, con una habilidad admirable, cómo la levantó, la enrolló, la dobló y finalmente se la guardó. Se puso de pie, me hizo una vez más una inclinación y se volvió a los rosales. Me dio la impresión de que se iba riendo, bajo, para sí. Pero yo sujeté la bolsa fuertemente por los cordones, a mi alrededor estaba la tierra brillante de sol, y yo seguía sin saber lo que me pasaba.»

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