Primera parte: ¿Cómo encuentran las avispas el camino de casa?
Un primer encuentro con la avispa cavadora
«En un día soleado del verano de 1929, iba paseando sin propósito fijo por los arenales, meditabundo y algo preocupado. Acababa de pasar los exámenes finales, había conseguido un trabajo por horas y tenía intención de comenzar una tesis doctoral. Sentía muchas ganas de estudiar algún problema de comportamiento animal, razón por la cual había desechado varias sugerencias de mi bienintencionado tutor. Claro que rechazar un buen consejo y tomar uno sus propias decisiones son dos cosas muy distintas, y de momento no había concretado nada.
Mientras paseaba, me llamó la atención una brillante avispa amarillo-naranja, del tamaño de una avispa común del género Vespula. Se hallaba entregada a una extraña tarea sobre la desnuda arena. Retrocedía lentamente, con movimientos bruscos, espasmódicos, echando arena hacia atrás. A cada sacudida de su cuerpo, paletada de arena afuera. Estaba seguro de que era una avispa cavadora. De ese tamaño sólo conocía la Bembex, pero ésta no lo era. Me detuve a observarla y en seguida vi que estaba sacando arena de un agujero. Transcurridos diez minutos, se volvió y, situada de espaldas a la entrada, empezó a rastrillar arena suelta sobre aquélla. En un minuto, la boca del agujero quedó completamente tapada. Acto seguido, la avispa remontó el vuelo, dio unas vueltas en derredor describiendo trayectorias cada vez más amplias en el aire y terminó por alejarse. Conocedor hasta cierto punto de los hábitos de las avispas cavadoras, supuse que volvería con una presa al poco tiempo y decidí esperar.
Sentado en la arena, miré a mi alrededor y caí en la cuenta de que me había metido en lo que parecía una verdadera ciudad de avispas. En diez metros a la redonda distinguí más de veinte avispas atareadas en sus respectivas madrigueras. Cada madriguera tenía un retazo de arena amarilla alrededor, del tamaño de una mano, y, a juzgar por el número de tales manchas, debía haber centenares de madrigueras.
No tuve que aguardar mucho para ver a una avispa de vuelta a casa. Descendió poco a poco, aterrizando como un helicóptero sobre el retazo de arena. Reparé entonces en que transportaba una carga, un objeto oscuro de un tamaño parecido al suyo. Sin soltarla, la avispa realizó algunos movimientos de barrido con las patas de modo que la entrada de la madriguera quedó al descubierto y, arrastrando la carga tras de sí, se introdujo en el agujero.
Cuando llegó la siguiente avispa con su presa, la espanté para que la dejara caer y entonces pude advertir que se trataba de una abeja.
Estuve toda la tarde observando a estas avispas en acción y enseguida me enfrasqué en la tarea de averiguar qué acontecía exactamente en esta ajetreada ciudad de insectos. Daba la impresión de que pasaban parte de la jornada trabajando en las madrigueras que, a juzgar por la cantidad de arena removida, debían ser bastante profundas. De vez en cuando, una avispa se ausentaba, para regresar al cabo de media hora o más con una carga que inmediatamente arrastraba a su interior. Todas las presas que examiné eran abejas. Sin duda, las capturaban en el brezal, pues todo el ir y venir discurría en dirección sudeste, donde sabía que se hallaba el brezal más próximo. Con un sencillo cálculo a ojo se podía concluir que lo que allí estaba ocurriendo no sería del agrado de los colmeneros; en un día soleado como aquél, varios miles de abejas sucumbían a esta enorme colonia de matadoras.
Según las observaba, empecé a darme cuenta de que estas avispas ofrecían una extraordinaria oportunidad para el tipo de trabajo de campo que quería realizar. Había centenares de avispas cavadoras; aún no sabía con exactitud a qué especie pertenecían, pero no me sería difícil averiguarlo. Tenía la casi absoluta certeza de que cada avispa regresaba regularmente a su propio nido, lo que indicaba que debían tener excelentes dotes de orientación. ¿Cómo encontraban el camino de vuelta al nido?
En aquella época los magníficos trabajos de varios zoólogos alemanes, en particular de E. Wolf, habían demostrado ya que las abejas eran unas maestras en el arte de volver a casa, y se conocían además bastantes cosas acerca de cómo lo conseguían. Ahora bien, yo sabía que esa habilidad aún no se había investigado en las avispas solitarias y que las observaciones de una autoridad en entomología como Henry Fabre y de sus discípulos -Ferton, Rau y otros- sugerían más bien que dichas avispas tenían facultades totalmente misteriosas para dar con el camino de vuelta al nido. La obra de estos naturalistas, aunque admirable en muchos sentidos, siempre me había dejado insatisfecho y, claro está, algo tenía que hacerse al respecto. Y, ¿quién dejaría pasar semejante oportunidad? Decidí allí mismo abordar el problema.»
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: