Carta CXXV
Rica a...
«Todas las religiones se encuentran muy apuradas cuando tienen que dar idea de los deleites destinados a los que han vivido bien. Fácil cosa es atemorizar a los malos amenazándolos con una dilatada serie de castigos; mas no saben que han de prometer a los hombres virtuosos. La naturaleza de los gustos parece que exige que sean de poca duración, y apenas puede la imaginación figurarse otros. Descripciones he visto yo del paraíso que eran capaces de hacer que todo sujeto de sana razón renunciara de él: unos dicen que las sombras bienaventuradas tocan la flauta sin cesar; otros las condenan al suplicio de estarse eternamente paseando; por fin, otros quieren que piensen en el otro mundo en las queridas que tuvieron en éste, creyendo que no eran bastantes cien millones de años para que se les quitara la manía de los amorosos cuidados.
Acuérdome con este motivo de una historia que le oí contar a uno que había estado en el país del Mogol y que prueba que no son menos estériles que los demás los sacerdotes indios en las ideas que de la felicidad de los bienaventurados se forman.
Una mujer que acababa de perder a su marido vino a pedir con toda ceremonia al gobernador de la ciudad que le diera licencia para quemarse; pero como los mahometanos abrogan cuanto pueden este inhumano estilo en los países sujetos a su dominio, se la negó redondamente. Viendo la viuda que eran inútiles sus ruegos, se encendió en una rabiosa cólera y empezó a dar gritos diciendo: ¡Vean qué tiranía! ¡No dejar a una pobre mujer siquiera que se queme cuando se le antoje! ¿Hase visto cosa semejante? Pues muy bien se quemaron mi madre, mi tía y mis hermanas. Y porque yo vengo a pedir su venia para quemarme a este maldito gobernador, se enfada y da gritos como un loco.
Hallábase allí por casualidad un bonzo joven. Infiel, le dijo el gobernador, ¿eres tú quien ha metido este disparate a esta mujer en los cascos? No por cierto, respondió el bonzo, nunca le he hablado de tal cosa; pero si quiere creerme consumará el sacrificio y hará una obra grata al dios Brama, que le dará la merecida recompensa poniéndola en el otro mundo junto a su marido, donde volverá a empezar un segundo y perdurable matrimonio. ¿Qué decís?, replicó pasmada la mujer. ¡Con que he de ver otra vez a mi marido! Pues si eso es así, no me quemo. Si era un hombre celoso, gruñón, y con eso tan viejo que, a menos que haya hecho el dios Brama algún milagro con él, para nada me necesitaba. ¡Quemarme yo por él! Ni siquiera una uña aunque fuera para sacarle de lo profundo de los infiernos. Buen cuidado tenían dos bonzos viejos que me traían engañada, y que sabían lo mal que nos llevábamos él y yo, de no decirme lo que había. Si no tiene otro regalo que hacerme el dios Brama, doy una higa de su bienaventuranza. Mahometana me hago, señor gobernador. Y vos, continuó volviéndose al bonzo, ya podéis cuando queráis ir a decir a mi marido que estoy con mucha salud para servirle.
De París, a 2 de la luna de Chalval, 1718.»
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