Libro duodécimo
«I. Argumento: Príamo, creyendo muerto a su hijo Esaco, manda celebrar sus exequias, a las cuales únicamente falta Paris, su hermano, que había marchado a Grecia.
Príamo, que ignoraba la transformación de su hijo Esaco, lloraba su muerte, mientras que Héctor y los otros hermanos de ese infortunado príncipe le levantaban una tumba con su nombre inscrito en ella. Paris fue el único de los hijos de Príamo que no asistió a esta ceremonia. Éste es el mismo Paris que, por el rapto de Helena, proporcionó a su patria una sangrienta guerra. Toda la Grecia, conjurada, tomó las armas en favor de Menelao, esposo de esa princesa. Se reunieron mil embarcaciones y la afrenta hubiera sido bien pronto vengada si los vientos contrarios no hubieran impedido a la flota salir del puerto de Aulis. Cuando los griegos ofrecían en la orilla del mar un sacrificio a Júpiter, vieron a una serpiente que, subida a una llanura próxima al altar, devoró nueve pajarillos que estaban en su nido. Todos los que vieron este prodigio quedaron extrañados pero Calcas, que leía en el porvenir, les habló así: "Regocijaos, griegos; la ciudad de Troya será destruida, pero nos costará largos y penosos trabajos. Estos nueve pájaros que la serpiente acaba de devorar me anuncian que el sitio de esta ciudad durará nueve años." Durante este discurso, la serpiente, que estaba enroscada alrededor de un tronco, fue transmutada en árbol.
Los vientos, siempre contrarios, impedían la salida de la flota y se temía que Neptuno favorecía a la ciudad de Troya, a la que él mismo levantó sus murallas. Calcas pensaba de otra manera; sabía que para salir del puerto de Aulis era preciso sacrificar a una virgen, para aplacar a Diana, irritada contra Agamenón. Así que el interés de lo público triunfó sobre el cariño paternal y los sentimientos de rey se impusieron a los de padre. Los pastores, deshechos en llanto, condujeron a Ifigenia al altar. Diana, apaciguada por esta sumisión, raptó entre una nube al altar y los sacrificadores, y puso en lugar de la princesa una serpiente, que fue inmolada. Después de este sacrificio, la mar se tranquilizó y un viento favorable condujo en poco tiempo la flota griega a las playas de Troya.
El centro del Universo es un lugar igualmente alejado del cielo, de la tierra y del mar, y que sirve de límite a estos tres imperios. Se descubre desde este punto todo lo que pasa en el mundo y se oye todo lo que se dice. En este lugar habita la Fama sobre una torre rodeada de mil avenidas. El techo está horadado por todas partes; no se encuentra en ella ninguna puerta y permanece abierta día y noche. Las murallas están hechas de un metal sonoro, que repite todo lo que por el mundo se dice. Aunque el reposo y el silencio sean desconocidos en este lugar, jamás se oyen grandes gritos; solamente un ruido sordo y confuso, que semeja al del mar lejano o al que hacen las nubes después del relámpago. Los pórticos de este palacio están siempre llenos de una gran multitud que va y viene sin cesar; se oyen mil comentarios, tan pronto verdaderos como falsos. Allí reina la tonta credulidad, el error, una falsa alegría, el temor de alarmas sin fundamento, la sedición y los murmullos misteriosos de autores desconocidos. La Fama, que es de aquel lugar la soberana, ve todo lo que en el cielo, mar y tierra sucede y examina todo con inquieta curiosidad.
Como la Fama ya había prevenido a los troyanos que los griegos venían a atacarlos con una poderosa flota, no se sorprendieron de su llegada. En el primer combate que se libró perdió la vida Protesilao; la muerte de este ilustre griego hizo concebir ideas de venganza que serían satisfechas sobre Héctor. Esta primera batalla costó mucha sangre a los griegos y la pérdida de valientes capitanes. Las pérdidas de los troyanos fueron también considerables. El promontorio de Sigeo estaba tinto en sangre. En el calor del combate, Cione, que debía el ser a Neptuno, mató por su propia mano a numerosos griegos. Aquiles, subido en su carro, se abre paso a través de las legiones. Arrasa todo lo que encuentra a merced y se encuentra con unos enemigos tan invencibles como Héctor y Cione. Excita con sus gritos a los caballos, se acerca a Cione y blandiendo su pica con aire amenazador, le dirigió estas palabras: "Quienquiera que seáis, joven temerario, tendréis, al morir, el consuelo de haber sido vencido por Aquiles." Esto decía y al mismo tiempo le arrojó su lanza; el golpe no hizo blanco y Cione, que quedó ileso, replicóle: "Hijo de Tetis, parecéis sorprendido de que vuestra lanza no haya maltratado mi cuerpo. Cese vuestra extrañeza; este casco que llevo sobre mi cabeza y esta malla me sirven más que de adorno. Despojado de mis armas no soy menos invulnerable. Es glorioso, no os lo niego, tener por madre a una Nereida; pero lo es infinitamente más tener por padre al dueño de Nereo, de sus hijas y el soberano de los mares." Así hablaba Cione cuando lanzó su pica contra Aquiles con tanta furia que atravesó los nueve primeros cueros y no se paró hasta el décimo. Aquiles, después de arrancarla, dirigió a su enemigo otro segundo golpe tan desafortunado como el primero; en seguida, un tercero, que no tuvo mejor éxito. Furioso como un toro, Aquiles miró la punta de su lanza para ver si seguía el hierro en ella.»
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