Capítulo III: Los festejos de boda del Rey de Inglaterra
«El rey salió con una ropa de brocado
carmesí, forrada de armiños, y como había dejado la corona, llevaba en la
cabeza un pequeño bonete de terciopelo negro con un broche que valía ciento cincuenta
mil escudos. A la hora de partir, el rey dejó a los gentilhombres y se unió,
bajo otro palio muy rico, a los caballeros esposados. Y así llegaron a la
ciudad.
Ahora os diré, señor, cómo iba ataviada la
infanta: llevaba una gonela de brocado carmesí de hilo de oro y, donde se podía
ver la seda, se mostraban cardos bordados de argentería, con las cabezas de oro
y esmaltes; el resto de la ropa que llevaba era de chapería llena de rubíes y
de esmeraldas. La cabeza la llevaba descubierta, de forma que los cabellos
parecían ser de hilo de oro, tan largos que llegaban hasta el suelo. La cara y las
manos, por su parte, eran la muestra evidente de su inestimable blancura y
belleza.
Tal y como os he contado, fuimos todos
ordenadamente hasta una milla cerca de la ciudad. Allí, en medio de un gran
prado, encontramos muchas tiendas plantadas y muchos músicos que continuamente
hacían sonar instrumentos.
El rey y todos los caballeros esposados
descabalgaron y subieron al castillo de la infanta. El rey la cogió de la mano
y la bajó, seguido por los esposados y las esposadas. Al instante el rey y la
infanta danzaron. Cuando hubieron acabado, lo hicieron los caballeros esposados
con las doncellas esposadas y después todos los estamentos por orden. Cada vez
que un estamento acababa el baile, el rey danzaba con la infanta y,
seguidamente, tomaba la más gentil dama del estamento siguiente y la acompañaba
en el baile.
Acabadas las danzas, trajeron la colación de
la mañana que, puesto que hacía mucho frío, consistía en jengibre verde con
malvasía. Acabado el refrigerio, partimos de allí y llegamos cerca de la ciudad,
al lado de una ribera bajo cuyos árboles había muchas mesas preparadas. Cada
estamento tenía preparado su lugar para comer. También había muchas casas de
madera y muchas tiendas preparadas con camas, para que nadie necesitase entrar
en la ciudad y todos se pudiesen proteger si llovía.
Ya os digo, señor, que cada estamento tenía a
su disposición muchas y elegidas viandas, tanto para los días de carne como
para los de pescado. Y esto duró todo un año y un día. El primer día todo
fueron galas y fiestas; el segundo, que era viernes, por la mañana asistimos a
misa y después, cada estamento con su divisa, paseamos y pescamos por el río
con más de doscientas barcas cubiertas de tejidos de seda, de raso y de
brocado.
Una vez el rey hubo comido, vino el montero
mayor y fuimos de caza acompañados de muchos perros sabuesos, perros de presa,
lebreles de Bretaña y de toda la montería.
El sábado por la mañana hubo consejo general
de todos los estamentos, tanto de los hombres como de las mujeres; y allí, en
presencia de todos, los reyes de armas, los persevantes y los heraldos
anunciaron lo que se había de hacer cada día de la semana.
Ésta es la relación:
Los domingos, que es el día del Señor, todos
los estamentos harían danzas y la orden que mejor danzase e hiciese juegos o
entremeses con más gracia, los jueces la premiarían con veinte mil marcos de
plata y con los gastos del montante de los entremeses. Por lo tanto, durante
todo el día no se haría otra cosa que danzas, momos, entremeses o cosas
semejantes.
Los lunes, cualquiera que quisiese podría, por
diversión, combatir a caballo, un lunes con arnés y armas reales y el otro con
armas de guerra. Las primeras armas deberían tener cuatro puntas muy enceradas
y deberían traer la enseña de cera engomada; las otras lanzas tendrían que
estar provistas de una plancha de hierro redonda con cinco puntas de acero
cortadas a manera de diamantes, muy bien afiladas y encastradas dentro de un
solo hierro. Quien
más lanzas rompiese y lo hiciese mejor, ganaría cada lunes del año cinco marcos
de oro.
Los martes, todos los caballeros o
gentilhombres podrían practicar las armas a pie en campo cerrado uno contra
uno, dos contra dos, diez contra diez, veinte contra veinte o veinticinco
contra veinticinco como máximo, ya que no había allí más que veintiséis
mantenedores. Quien quisiese hacer armas retraídas, o sea, armas de torneo
preparadas para herir, pero no matar al adversario, y lo hiciese mejor que
nadie, ganaría una espada de oro que tendría que pesar más de diez marcos; y quien
lo hiciese peor se tendría que poner de prisionero del mejor hasta que, por
rescate o de cualquier otra forma, se liberase.
Los miércoles, se celebrarían combates a
caballo, a toda ultranza o a puntas sangrantes, y a quien lo hiciese mejor le
sería otorgada una pequeña corona de oro que pesase más de veinticinco marcos.
Los jueves, cualquier caballero o gentilhombre
que quisiese, podría entrar en batalla en campo cerrado, a pie y a toda
ultranza, uno contra uno o dos contra dos. El ganador recibiría la figura de
una dama de oro, a semejanza de la infanta, que tendría que pesar treinta y
cinco marcos de oro, ya que este combate es el más fuerte y peligroso que se
puede hacer. El vencido tendría que prometer, delante de los jueces, que en
toda su vida no requeriría a ningún otro caballero o gentilhombre a toda
ultranza y que no llevaría espada ni ninguna otra arma durante todo aquel año y
un día, si no era en batalla contra infieles. Después se tendría que poner a
merced de la señora infanta, la cual haría de él lo que le placiese.
Los viernes, ya que es día de pasión, no se
podría hacer ningún tipo de batalla sino que, después de oída misa y dichas las
vísperas, podrían ir a cazar.
El sábado fue el día establecido para armar
caballeros. Por esta razón, el rey, después de haber examinado si los
aspirantes eran merecedores de recibir la orden, de buena gana se la concedería.
Aquí tenéis, padre y señor, la relación de las
actividades fijadas para todos los días de la semana. También os he de decir
que se eligieron veintiséis virtuosos caballeros como mantenedores de campo.
—Una vez hecha pública esta
relación —continuó relatando Tirante—, como ya era tarde, el rey y todos los
estamentos se fueron a comer. Cuando hubieron terminado, todos fuimos donde
estaban los veintiséis caballeros elegidos, los cuales se encontraban a un tiro
de ballesta del alojamiento del rey. Dentro del campo había un espacio cerrado
con empalizadas muy altas, de forma que nadie podía ver más que por la puerta o
entrando dentro. Los caballeros estaban sentados en sillas, trece a cada lado,
todos armados, de blanco y con coronas muy ricas en la cabeza. Al entrar el rey
y la infanta, no se movieron, sino que los saludaron con la cabeza, sin decir
nada. Cuando el rey se quiso ir, salieron cuatro doncellas, ricamente ataviadas
y de inestimable belleza, y suplicaron al rey que se esperase allí hasta haber
tomado una colación. El rey se lo otorgó y al instante le sacaron gran cantidad
de mazapanes y pasteles reales, hechos con harina de almendra y azúcar, y otros
confites. Todos fueron muy bien servidos y os gustará saber que todos los
caballeros y gentilhombres estaban sentados sobre las faldas de una mujer o doncella.
Acabada la colación, el rey salió al
prado y todos empezaron a danzar. Los mantenedores fueron desarmados y los
veintiséis acudieron vestidos con cotas y chaquetas, idénticas en color y forma
y brocados de orfebrería; cada uno llevaba un bonete de grana con un magnífico
broche en la cabeza, de forma que parecía que eran caballeros de gran estado y
alta caballería.
Cuando acabaron las
danzas, fuimos a ver las lizas, campos cerrados donde se tenían que hacer los
combates, las cuales estaban muy bien hechas y tenían muchos tablados muy
bellamente adornados con magníficos y singulares tejidos de raso.»
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