La melodía ideal
«-No sé por qué a la mayoría de los científicos les interesa la música -prosiguió Harry Purvis-, pero es un hecho innegable. Conozco muchos laboratorios importantes que poseen orquestas sinfónicas de aficionados, algunas incluso muy buenas. Entre los matemáticos se podrían encontrar razones obvias para justificar esta afición: la música, especialmente la música clásica, es, formalmente, casi matemática. Además, se apoya en la teoría: relaciones armónicas, análisis de las ondas, distribución de la frecuencia, y cosas por el estilo. Constituye en sí misma un estudio apasionante que atrae fuertemente a las mentes científicas y que no excluye -aunque muchas personas crean lo contrario- una apreciación puramente estética.
Pero he de confesar que el interés musical de Gilbert Lister era completamente cerebral. Era, en primer lugar, un fisiólogo, especializado en el estudio del cerebro. Por eso la palabra cerebral debe ser tomada literalmente.
No distinguía entre una canción vaquera y la Sinfonía Coral. No le interesaban los sonidos por sí mismos sino por los efectos que causaban en el cerebro.
Entre personas tan cultas como las presentes -dijo Harry, con tal énfasis que sonó como un insulto-, no habrá nadie que ignore el hecho de que gran parte de la actividad cerebral se realiza por medio de electricidad. Constantemente se producen pulsaciones de ritmo regular que pueden detectarse y analizarse con la ayuda de modernos instrumentos. Este era el campo de Gilbert Lister. Adosaba electrodos en el cuero cabelludo de una persona, y un sistema de amplificadores registraba las ondas cerebrales en cinta magnética. Tras examinarlas, podía dar todo tipo de información sobre la persona en cuestión. En última instancia, afirmaba, es posible identificar a cualquiera a partir de un encefalograma -para utilizar el término correcto- con mayor precisión que a través de las huellas dactilares.
Mediante una intervención quirúrgica, puede cambiarse la piel de una persona, pero si llegáramos a un avance tecnológico tal que pudiera cambiarse el cerebro -bueno, esa persona ya no sería la misma, de modo que no podría acusarse al sistema de haber fallado.
Mientras estudiaba los ritmos alfa, beta y demás de cerebro, Gilbert empezó a interesarse por la música. estaba seguro de que existía alguna conexión entre los ritmos musicales y los mentales. Se propuso tocar música ante sus pacientes para analizar los efectos producidos en sus frecuencias cerebrales normales. Como era de esperar, los efectos fueron múltiples y los descubrimientos de Gilbert le llevaron a adentrarse en campos más filosóficos.
Sólo en una ocasión hablé con él extensamente sobre sus teorías. No porque fuera reservado -nunca he conocido a un científico que lo fuera, pensándolo bien-, sino porque no le gustaba discutir sobre su trabajo hasta saber a dónde le iba a llevar. Pero lo que dijo fue suficiente para demostrar que había abierto un campo muy interesante y, en consecuencia, me propuse ayudarle. Mi empresa suministró parte del equipo y yo no me mostré reacio a obtener un pequeño beneficio marginal. Se me ocurrió que si las teorías de Gilbert funcionaban, iba a necesitar un representante en menos que canta un gallo...
Porque lo que Gilbert intentaba hacer era encontrar el fundamento científico para llegar a una teoría sobre las canciones de éxito. Por supuesto, no pensaba sobre el asunto en estos términos: él lo consideraba como un simple proyecto de investigación y su única ambición consistía en publicar su trabajo en las Actas de la Asociación de Física. Pero yo reconocí las implicaciones financieras en seguida. Eran asombrosas.
Gilbert estaba seguro de que una melodía o una canción de moda impresiona la mente porque, de algún modo, se adapta a los ritmos eléctricos fundamentales del cerebro. Utilizaba una analogía para explicarlo: "Es como meter una llave en una cerradura. Las guardas de una tienen que acoplarse a las de la otra para que funcione."
Enfocó el problema desde dos ángulos. En primer lugar, recogió cientos de melodías populares y clásicas y analizó su estructura -o, como él decía-, su morfología.
Un analizador de armonías realizaba esta operación automáticamente, clasificando las frecuencias. Por supuesto, era mucho más complicado, pero estoy seguro de que habréis entendido la idea básica.
Al mismo tiempo, trataba de ver la adecuación entre las ondas resultantes y las vibraciones eléctricas naturales del cerebro. La teoría de Gilbert consistía -y aquí nos adentramos en aguas filosóficas más profundas- en que todas las melodías existentes son aproximaciones burdas a una melodía ideal. Los músicos de todos los tiempos la han buscado a ciegas, porque ignoraban la relación entre música y mente. Una vez revelada esta relación, sería posible descubrir la Melodía Ideal.
-¡Eh! -exclamó John Christopher-. Eso es una refundición de la teoría platónica de los Arquetipos. Ya se sabe: todos los objetos del mundo material son burdas copias de la silla o la mesa, o lo que sea, ideales. Así que tu amigo buscaba la melodía ideal. ¿La encontró?
-Lo sabrás a su debido tiempo -prosiguió Harry sin inmutarse-. Gilbert tardó un año en completar el análisis, y a continuación comenzó con la síntesis. Para entendernos: fabricó una máquina capaz de construir modelos de sonidos, automáticamente, acordes con las leyes que había descubierto. Tenía montones de osciladores y mezcladores; en realidad, lo que hizo fue modificar un órgano electrónico ordinario para esta parte del aparato, controlado por la máquina compositora. De esta forma tan infantil con que los científicos bautizan a sus vástagos, llamó al invento "Ludwig".
Se entendería mejor el funcionamiento de Ludwig si se le concibe como una especie de kaleidoscopio sonoro, en lugar de visual. Pero el kaleidoscopio obedecía a unas ciertas leyes, y esas leyes -al menos Gilbert así lo creía- estaban basadas en la estructura fundamental de la mente humana. Con los arreglos necesarios, Ludwig llegaría, tarde o temprano, a encontrar la Melodía Ideal a través de todos los modelos musicales posibles.»
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