I.- Humboldt en América (El viaje de Madrid a Burdeos) 1799-1804
35.- A G. de Humboldt
«Lima, 25 de noviembre de 1802.
Mi querido hermano, por mis cartas anteriores estarás al tanto de mi llegada a Quito. Llegamos atravesando las naves del Quindío y del Tolima: porque como la Cordillera de los Andes forma tres ramas separadas y en Santa Fe de Bogotá nos encontrábamos sobre la más oriental, nos ha sido preciso pasar la más elevada para acercarnos a las costas del mar del Sud. Sólo los bueyes sirven para llevar el equipaje en este trayecto.
Los viajeros se hacen llevar generalmente por hombres que se denominan cargueros. Tienen una silla atada a la espalda en la cual se sienta el viajero, hacen tres o cuatro horas de camino por día y no ganan más de 14 piastras en cinco o seis semanas. Nosotros preferimos ir a pie; y, dado que el tiempo fue muy bueno, no pasamos más que 17 días en esas soledades donde no se encuentra ninguna huella de que hayan sido habitadas jamás; se duerme en cabañas formadas con hojas de Heliconia que uno lleva expresamente consigo. En la ladera occidental de los Andes, hay pantanos donde se mete uno hasta la rodilla. El tiempo había cambiado; los últimos días llovió a cántaros, nuestras botas se nos pudrieron en las piernas y llegamos con los pies desnudos y cubiertos de lastimaduras a Cartago, pero enriquecidos con una bella colección de nuevas plantas, de las que he sacado una gran cantidad de dibujos.
De Cartago fuimos a Popayán por Buga, atravesando el hermoso valle del río Cauca, teniendo siempre a nuestro lado la montaña del Chocó y las minas de platino que ahí se encuentran.
Permanecimos el mes de noviembre del año 1801 en Popayán y fuimos a visitar las montañas basálticas de Julusuito, las bocas del volcán de Puracé, que desprendían con ruido aterrador vapores de agua hidro-sulfurosa y los granitos porfíricos de Pisché que forman de 5 a 7 columnas esquinadas, parecidas a las que recuerdo haber visto en los Montes Euganeos de Italia, descritas por Strange.
Nos quedaba por vencer la mayor dificultad: ir de Popayán a Quito. Había que atravesar los páramos de Pasto, en la estación de las lluvias, que ya comenzaban. En los Andes se llama Páramo todo lugar que queda a la altura de 1700 a 2000 toesas, donde termina la vegetación y se siente un frío que cala los huesos. Para evitar los calores del valle de Patía, donde se pescan en una sola noche fiebres que duran tres o cuatro meses y que son conocidas con el nombre de calenturas de Pastía, pasamos la cima de la cordillera por espantosos precipicios de Popayán a Almaguer, y de ahí a Pasto, situada a los pies de un terrible volcán.
La entrada y la salida de esta pequeña ciudad, donde pasamos la fiesta de Navidad, y donde los habitantes nos recibieron con la más conmovedora hospitalidad, es de lo más espantoso que hay en el mundo. Se trata de espesos bosques situados entre los pantanos; las mulas quedan medio cuerpo enterradas; y se traviesan gargantas tan profundas y tan estrechas que se creería estar en las galerías de una mina. Los caminos están también pavimentados de huesos de mulas que han muerto de frío y de fatiga. Toda la provincia de Pasto, comprendidos los alrededores de Guachucal y de Túquerres, es una planicie helada, casi por encima del nivel en el que puede existir la vegetación y rodeada de volcanes y minas de azufre que exhalan continuamente torbellinos de humo. Los desdichados habitantes de estos desiertos no tienen más alimento que las patatas y si les llegan a faltar, como pasó el último año, van a las montañas a comer el tronco de un pequeño árbol llamado achupalla (Fourretia pitcairnia), pero dado que ese mismo árbol es el alimento de los osos de los Andes, frecuentemente éstos les disputan el único alimento que les ofrecen estos elevados parajes. Al norte del volcán de Pasto, he descubierto en el pequeño pueblo indígena de Voidaro, a 1370 toesas sobre el nivel del mar, un pórfido rojo, de base arcillosa incrustado de feldespato vítreo y una cornalina que tiene todas las propiedades de la serpentina del Fichtel-Gerbige. Ese pórfido tiene tres polos muy marcados y no muestra ninguna fuerza de atracción. Después de habernos empapado día y noche durante dos meses y de estar a punto de ahogarnos cerca de la ciudad de Ibarra, por una repentina creciente acompañada de temblores de tierra, llegamos el 6 de enero de 1802 a Quito, donde el marqués de Selvalegre había tenido la bondad de prepararnos una hermosa casa que, después de tantas fatigas, nos ofrecía todas las comodidades que se pueden desear en París o en Londres.
La ciudad de Quito es bella, pero el cielo es triste y nublado; las montañas vecinas ofrecen poco verdor y el frío es considerable. El gran temblor de tierra del 4 de febrero de 1797, que estremeció toda la provincia y mató de un solo golpe 35 ó 40.000 habitantes, también ha sido a este respecto funesto para sus moradores. Ha cambiado a tal punto la temperatura ambiente que el termómetro permanece generalmente a 4-10º de Réaumur, y pocas veces sube a 16 ó 17, mientras que Bouguer lo veía constantemente a 15 ó 16º. Después de esa catástrofe hay continuos temblores de tierra; ¡y qué sacudidas! Es probable que toda la parte alta de la provincia no sea más que un solo volcán. Lo que llaman las montañas del Cotopaxi y de Pichincha no son más que pequeñas cimas cuyos cráteres forman diferentes canales que convergen en el mismo hueco. Desgraciadamente el temblor de tierra de 1797 no ha hecho más que ratificar esa hipótesis; porque la tierra se abrió en ese momento por todas partes y vomitó azufre, agua, etc. Pese a los horrores y los peligros con que los ha rodeado la naturaleza, los habitantes de Quito son alegres, vivos y amables. Su ciudad sólo respira voluptuosidad y lujo y en ningún lado como allí reina un gusto más decidido y general de divertirse. Así es como el hombre se acostumbra a dormir apaciblemente al borde de un precipicio.»
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