martes, 6 de diciembre de 2016

"El jugador".- Fedor Dostoievski (1821-1881)


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 Capítulo XII

 «La abuela se mostraba impaciente e irritada; estaba claro que la ruleta no se le podía ir de la cabeza. No prestaba atención a nada y estaba muy distraída. En el camino, por ejemplo, no preguntó por nada, como antes. Al ver un coche lujosísimo, que pasó ante nosotros como un torbellino, levantó la mano y preguntó. “¿Qué es eso? ¿De quién es?”, pero ni siquiera escuchó mi respuesta; su estado meditabundo se veía interrumpido sin cesar por bruscos movimientos del cuerpo y exclamaciones de impaciencia. Cuando le señalé de lejos, ya al acercarnos al casino, al barón y a la baronesa Wurmerhelm, miró distraídamente y dijo con la más absoluta indiferencia: "¡Ah!", y, volviéndose rápidamente hacia Potápich y Marfa, que caminaban detrás de nosotros, les dijo:
 -¿Para qué venís vosotros? ¡No os voy a llevar cada vez! ¡Idos a casa! Me basto contigo -añadió, volviéndose hacia mí, cuando los otros, después de hacer una presurosa reverencia, dieron la vuelta.
 En el casino ya esperaban a la abuela. Inmediatamente la acompañaron al mismo sitio de antes, junto al croupier. Se me figura que estos croupiers, siempre tan tiesos y que aparentan ser simples funcionarios a los que no les importa en absoluto que la banca gane o pierda, no son tan indiferentes a las pérdidas de la banca, y se comprende que están aleccionados para atraer a los jugadores y velar por los intereses del negocio: para esto reciben sus primas. A la abuela, por lo menos, la miraron como a una víctima. Luego sucedió lo que los nuestros suponían.
 La cosa fue como sigue:
 La abuela se lanzó directamente al zéro y me mandó poner doce federicos. Los pusimos una vez, otra, otra, y el zéro no salió. "¡Pon, pon!", me empujaba impaciente la abuela. Yo la obedecía.
 -¿Cuántas veces hemos apostado? -me preguntó, por fin, rechinando los dientes de impaciencia.
 -Doce, abuela. Hemos perdido ciento cuarenta y cuatro federicos. Ya le decía, abuela, que hasta la noche...
 -¡Cállate! -me interrumpió-. Pon al zéro y apuesta mil florines al rojo. Toma este billete.
 El rojo salió, pero el zéro falló de nuevo; nos entregaron los mil florines de ganancia.
 -¡Ya ves, ya ves! -murmuró la abuela-. Hemos recuperado casi todo lo que habíamos perdido. Apunta otra vez al zéro; pondremos otras diez veces y lo dejaremos.
 Pero la quinta vez la abuela se desanimó por completo.
 -Deja ese repugnante zéro, que se vaya al diablo. Toma, apuesta los cuatro mil florines al rojo -ordenó.
 -¡Abuela! Eso es mucho, ¿y si no sale el rojo? -dije en tono suplicante; pero ella estuvo a punto de pegarme.
 Por lo demás, me daba tales codazos, que casi podía decirse que no cesaba de pegarme. No había otro remedio: puse en el rojo los cuatro mil florines que antes habíamos ganado. La rueda empezó a dar vueltas. La abuela permanecía tiesa, tranquila y orgullosa, sin dudar de que iba a ganar irremisiblemente.
 -Zéro -anunció el croupier.
 En un principio la abuela no comprendió, pero al ver que el croupier se llevaba sus cuatro mil florines con todo lo que había sobre la mesa y al saber que el zéro, que tanto tiempo llevaba sin aparecer y en el que habíamos perdido casi doscientos federicos, había salido, como a propósito, cuando ella acababa de abandonarlo, lanzó un ¡ay! y dio una palmada que se oyó en toda la sala. A nuestro alrededor se oyeron risas.
 -¡Dios mío! ¡Ha salido el maldito! -clamó la abuela-. ¡El condenado! ¡Tú tienes la culpa! ¡Tú tienes la culpa de todo! -se revolvió furiosa contra mí, dándome un empujón-. Tú me lo quistaste de la cabeza.
 -Le he hablado sensatamente, abuela, ¿cómo puedo responder de todas las probabilidades?
 -¡Ya te daré yo probabilidades! -murmuró ella amenazadoramente-. Vete de aquí.
 -Adiós, abuela -y di la vuelta, disponiéndome a marcharme.
 -¡Alexei Ivánovich, Alexei Ivánovich, quédate! ¿Adónde vas? ¿Qué te pasa? ¡Vaya, se ha enfadado! ¡Estúpido! Ea, quédate, quédate un rato más, no te enfades, ¡yo misma soy una estúpida! Dime qué es lo que hay que hacer ahora.
 -Yo, abuela, no quiero decirle nada, porque luego me echará a mí la culpa. Juegue usted misma; diga lo que quiere y yo haré las posturas.
 -¡Bueno, bueno! ¡Pon otros cuatro mil florines al rojo! Toma el billetero, sácalos -y sacó el billetero del bolsillo y me lo entregó-. Date prisa, ahí hay veinte mil rublos en dinero.
 -Abuela -murmuré-, esas apuestas...
 -Aunque me muera, he de desquitarme. ¡Pon!
 Jugamos y perdimos.»

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