Tercera parte
XXVII
"Yo conocía esto y mucho más que esto. Podía comprender, pues, la miseria de un enfermo y la de los suyos en torno a él, en la gente obrera. ¿No la conoce cada hombre? ¿No puede comprenderla cada hombre? Todo hombre ha estado enfermo alguna vez, en una época de su vida, y conoce la reacción de la enfermedad dentro de él, su impotencia ante el extraño mal; puede, por tanto, comprender al semejante...
Pero tal vez cada hombre no sea hombre, ni toda la humanidad sea humanidad. Esto es una duda que nos asalta, en la lluvia, cuando uno tiene los zapatos rotos, y no tiene nada más en el corazón, nada más en su vida, ni nada más hecho, ni nada por realizar; cuando uno no posee nada, ni tiene nada que temer ni que perder, y ve, al lado de sí mismo, los crímenes del mundo. Un hombre ríe y otro llora. Los dos son hombres; el que ríe también ha estado enfermo, es un enfermo; sin embargo, ríe porque el otro llora. Él puede asesinar, perseguir; uno, en su desesperanza, lo ve cómo ríe sobre sus periódicos, sobre los manifiestos de sus periódicos, y no se va con el que ríe; pero nunca llora, en un momento de quietud, sino con el otro que llora siempre. Ningún hombre es hombre entonces. Uno persigue, el otro es perseguido; la humanidad no es toda la humanidad, sino únicamente aquella parte a la que pertenece el perseguido. Matad a un hombre; él será entonces más hombre. Y así es también más hombre un enfermo, un hambriento; es más humanidad la humanidad de los muertos de hambre.
-¿Tú que piensas? -le pregunté a mi madre.
-¿Sobre qué?
-Sobre toda esta gente a la que pones inyecciones -dije.
-Pienso que quizá no podrán pagarme -repuso mi madre.
-Bien -dije-. Y cada día vas a sus casas, les pones inyecciones, y esperas que puedan pagarte de algún modo. Pero, ¿qué piensas tú de ellos?
-Yo no espero -dijo mi madre-. Sé que algunos podrán pagarme y que otros no. Yo no espero.
-Sin embargo, vas a casa de todos. ¿Qué piensas de ellos?
-¡Oh! -exclamó mi madre-. Si voy para los unos, puedo ir para los otros -dijo-. No me cuesta nada.
-Pero, ¿qué piensas de ellos? ¿Qué piensas que son?
Mi madre se detuvo en medio de la calle y me dirigió una mirada ligeramente estrábica. Luego sonrió y dijo:
-¡Qué extrañas preguntas me haces! ¿Qué debo pensar de ellos? Son pobre gente, con un poco de tisis o un poco de malaria...
Moví la cabeza. Hacía extrañas preguntas, y mi madre lo comprendía así; sin embargo, no me contestaba con extrañas respuestas; y eso era lo que yo quería: extrañas respuestas. Pregunté:
-¿No has visto nunca a un chino?
-Sí -repuso mi madre-. He visto a dos o tres... Pasaban vendiendo collares.
-Bien -dije-. Cuando tenías delante a un chino, y lo mirabas, y veías que no tenía abrigo cuando hacía frío, y que llevaba el traje destrozado y rotos los zapatos, ¿qué pensabas de él?
¡Ah!, nada especial -respondió mi madre-. Veo a muchos otros aquí, entre los nuestros, que no tienen abrigo para el frío y llevan el traje destrozado y rotos los zapatos...
-Bueno -dije-, pero él es un chino; no comprende nuestra lengua, no puede hablar con nadie, no puede reír nunca, viaja en medio de nosotros con sus collares, y sus corbatas, y sus cinturones; no tiene pan, no tiene dinero, nunca vende nada, no tiene esperanza... Cuando lo ves así, cuando ves que es un pobre chino sin esperanza, ¿qué piensas de él?
-¡Oh! -repuso mi madre-. Veo así a muchos otros entre los nuestros... Pobres sicilianos sin esperanza...
-Lo sé- dije-. Pero él es un chino. Tiene la cara amarilla, los ojos oblicuos, la nariz aplastada, los pómulos salientes, quizás huele mal... Está mucho más desesperanzado que los otros. No puede tener ninguna esperanza. ¿Qué piensas de él?
-¡Oh! - exclamó mi madre-. Hay muchos otros que no son pobres chinos y tienen la cara amarilla, la nariz aplastada y quizá huelen mal. No son pobres chinos; son pobres sicilianos. Sin embargo, no pueden tener esperanza".
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