V
"Del famoso arreglo del archivo sacó
Julián los pies fríos y la cabeza caliente: él bien quisiera despabilarse,
aplicar prácticamente las nociones adquiridas acerca del estado de la casa,
para empezar a ejercer con inteligencia sus funciones de administrador: mas no
acertaba, no podía; su inexperiencia en cosas rurales y jurídicas se traslucía
a cada paso. Trataba de estudiar el mecanismo interior de los Pazos: tomábase
el trabajo de ir a los establos, a las cuadras, de enterarse de los cultivos,
de visitar la granera, el horno, los hórreos, las eras, las bodegas, los
alpendres, cada dependencia y cada rincón; de preguntar para qué servía esto y
aquello y lo de más allá, y cuánto costaba y a cómo se vendía; labor inútil,
pues olfateando por todas partes abusos y desórdenes, no conseguía nunca, por
su carencia de malicia y de gramática parda, poner el dedo sobre ellos y
remediarlos. El señorito no le acompañaba en semejantes excursiones: harto
tenía que hacer con ferias, caza y visitas a gentes de Cebre o del señorío
montañés: de suerte que el guía de Julián era Primitivo. Guía pesimista si los
hay. Cada reforma que Julián quería plantear, la calificaba de imposible,
encogiéndose de hombros: cada superfluidad que intentaba suprimir, la declaraba
el cazador indispensable al buen servicio de la casa. Ante el celo de Julián
surgían montones de dificultades menudas, impidiéndole realizar ninguna
modificación útil. Y lo más alarmante era observar la encubierta, pero real
omnipotencia de Primitivo. Mozos, colonos, jornaleros y hasta el ganado en los
establos, parecía estarle supeditado y propicio: el respeto adulador con que
trataban al señorito, el saludo, mitad desdeñoso y mitad indiferente que
dirigían al capellán, se convertían en sumisión absoluta hacia Primitivo, no
manifestada por fórmulas exteriores, sino por el acatamiento instantáneo de su
voluntad, indicada a veces con sólo el mirar directo y frío de sus ojuelos sin
pestañas. Y Julián se sentía humillado en presencia de un hombre que mandaba
allí como indiscutible autócrata, desde su ambiguo puesto de criado con ribetes
de mayordomo. Sentía pesar sobre su alma la ojeada escrutadora de Primitivo que
avizoraba sus menores actos, y estudiaba su rostro, sin duda para averiguar el
lado vulnerable de aquel presbítero, sobrio, desinteresado, que apartaba los
ojos de las jornaleras garridas. Tal vez la filosofía de Primitivo era que no
hay hombre sin vicio, y no había de ser Julián la excepción.
Corría entre tanto el invierno, y el capellán
se habituaba a la vida campestre. El aire vivo y puro le abría el apetito: no
sentía ya las efusiones de devoción que al principio, y sí una especie de
caridad humana que le llevaba a interesarse en lo que veía a su alrededor,
especialmente los niños y los irracionales, con quienes desahogaba su
instintiva ternura. Aumentábase su compasión hacia Perucho, el rapaz embriagado
por su propio abuelo; le dolía verle revolcarse constantemente en el lodo del
patio, pasarse el día hundido en el estiércol de las cuadras, jugando con los
becerros, mamando del pezón de las vacas leche caliente o durmiendo en el
pesebre, entre la hierba destinada al pienso de la borrica; y determinó
consagrar algunas horas de las largas noches de invierno a enseñar al chiquillo
el abecedario, la doctrina y los números. Para realizarlo se acomodaba en la
vasta mesa, no lejos del fuego del hogar, cebado por Sabel con grueso troncos;
y cogiendo al niño en sus rodillas, a la luz del triple mechero del velón, le
iba guiando pacientemente el dedo sobre el silabario, repitiendo la monótona
salmodia por donde empieza el saber: be-a
bá, be-e bé, be-i bí... El chico se deshacía en bostezos enormes, en muecas
risibles, en momos de llanto, en chillidos de estornino preso; se acorazaba, se
defendía contra la ciencia de todas las maneras imaginables, pateando,
gruñendo, escondiendo la cara, escurriéndose al menor descuido del profesor,
para ocultarse en cualquier rincón o volverse al tibio abrigo del establo".
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: