Jing-Mei Woo: Dos clases
"Aquella no sería la única decepción de
mi madre. Durante los años siguientes fracasé muchas veces, y en cada una de
ellas afirmaba mi voluntad, mi derecho a no estar a la altura de lo que ella
esperaba de mí. No obtenía sobresalientes, no me nombraron presidenta de la
clase, no me admitieron en la Universidad de Stanford. Abandoné los estudios.
Al contrario que ella, no creía que pudiera ser cualquier cosa que me
propusiera. Sólo podía ser yo misma.
Y
en el transcurso de aquellos años nunca hablamos del desastre en el recital ni
de mis terribles acusaciones cuando me sentó a la fuerza en el banco del piano.
Todo eso siguió latente, como una traición de la que ya no era posible hablar,
y así nunca encontré la ocasión de preguntarle por qué había puesto sus
esperanzas en algo tan grande que el fracaso era inevitable. Y lo que era aún
peor, nunca le pregunté lo que más me atemorizaba: ¿por qué había renunciado a
la esperanza?
Tras aquella refriega en el piano, no volvió a
pedirme que tocara. Cesaron las lecciones. La tapa se cerró sobre el teclado,
dejando fuera el polvo, mi aflicción y los sueños de mi madre. Por eso me
sorprendí hace unos años, cuando cumplí los treinta y me ofreció el piano. No
había vuelto a tocar desde aquel día, y consideré el ofrecimiento como una
señal de perdón, como la eliminación de una carga tremenda.
-¿Estás segura? -le pregunté tímidamente-. ¿No
lo echaréis en falta tú y papá?
-No, es tu piano -dijo ella con firmeza-.
Siempre lo será. Eres la única que puede tocarlo.
-Bueno, es probable que ya no sepa tocar...
Han pasado muchos años.
-Te acordarás en seguida -dijo mi madre, como
si no tuviera la menor duda-. Tienes un talento natural. Podrías ser un genio
si quisieras.
-No, no podría serlo.
-Es que no lo intentas -dijo mi madre, y no
estaba airada ni triste. Lo dijo como si anunciara un hecho irrefutable-.
Llévatelo.
Pero al principio no me lo llevé. Ya era
suficiente con que me lo hubiera ofrecido. Desde entonces, cada vez que veía el
piano en la sala de estar de mis padres, ante las ventanas saledizas, me sentía
orgullosa, como si fuese un brillante trofeo que hubiera recuperado.
La
semana pasada envié a un afinador a casa de mis padres para que pusiera el
piano en condiciones, por motivos puramente sentimentales. Mi madre murió unos
meses atrás, y me dediqué a ordenar las cosas para mi padre, poco a poco, en
cada una de mis visitas. Guardé las joyas en bolsas de seda especiales. Los
suéteres que ella había tejido, amarillo, rosa, naranja brillante, todos los
colores que yo detestaba, los coloqué en cajas a prueba de polillas. Encontré
unos viejos vestidos de seda chinos, de esos que tienen unas pequeñas ranuras a
los lados. Restregué la seda antigua contra mi piel y luego los envolví en
papel fino y decidí llevármelos a casa.
Cuando el piano estuvo afinado, abrí la tapa y
pulsé las teclas. Su sonido era incluso más modulado de lo que recordaba. Desde
luego, era un instrumento muy bueno. En el compartimento del banco estaban los
mismos ejercicios con las escalas escritas a mano, los mismos libros de música
de segunda mano, las tapas sujetas con cinta amarilla.
Abrí el libro de Schumann por la pequeña pieza
triste que toqué en el recital. Estaba a la izquierda de la página: "Niño
que suplica". Parecía más difícil de lo que recordaba. Toqué unos cuantos
compases y me sorprendí de la facilidad con que las notas acudían a mis manos.
Y
por primera vez, o así me lo pareció, reparé en la pieza de la derecha. Se
titulaba "Felicidad perfecta". Intenté tocarla también. La melodía
era más ligera, pero tenía el mismo ritmo fluido y resultó ser muy fácil.
"Niño que suplica" era más corta pero más lenta. "Felicidad
perfecta" era más larga pero más rápida. Y después de tocar ambas piezas
unas cuantas veces, me di cuenta de que eran dos mitades de la misma
canción".
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