56.-De la presidenta Tourvel al vizconde
de Valmont
"A 5 de septiembre de 17**.
Señor, ¿de qué le serviría la respuesta que me
pide? ¿Creer en sus sentimientos no sería una razón más para temerlos? Y sin
atacar ni defender su sinceridad, ¿no basta, no ha de bastarle usted mismo con saber que no quiero, ni debo
corresponderlos?
Suponiendo que me quisiera verdaderamente (y
consiento en esta suposición sólo por no volver sobre el mismo tema), ¿serían
por ello menos insuperables los obstáculos que nos separan? ¿Y podría hacer
entonces otra cosa que desear que pudiera usted vencer cuanto antes ese amor,
ayudarle sobre todo a ello yo misma, apresurándome a quitarle toda esperanza?
Conviene usted mismo en que "este
sentimiento es penoso, cuando el objeto que lo inspira no lo comparte". Y,
harto sabe usted que me es imposible compartirlo; y aun cuando esta desgracia
me ocurriera, sería yo muy de compadecer sin que usted fuese por ello más
feliz. Espero que me estime lo bastante como para no dudar de esto ni un
momento. Déjelo pues, se lo suplico, deje de querer turbar mi corazón al que
tan necesaria le es la tranquilidad; no me obligue a lamentar el haberle
conocido.
Querida y estimada por un marido al que amo y
respeto, mis deberes y mis placeres se centran en el mismo objeto. Soy feliz,
debo serlo. Si existen placeres más intensos, no los deseo. No quiero
conocerlos. ¿Hay alguno más dulce que estar en paz consigo misma, no pasar sino
días serenos, dormirse sin agitación y despertarse sin remordimientos? Lo que
usted llama felicidad, no es sino un tumulto de los sentidos, una tormenta de las
pasiones cuyo espectáculo asusta, incluso cuando se mira desde la orilla. ¡Oh!
¿Por qué afrontar esas tempestades? ¡Por qué osar embarcarse en un mar cubierto
por los restos de miles y miles de naufragios! ¿Y con quién? No, señor, me
quedo en tierra, amo las ataduras que me ligan. Aunque pudiera romperlas, no
querría; si no las tuviera, me apresuraría a buscarlas.
¿Por qué atarse a mis pasos? ¿Por qué
obstinarse en seguirme? Sus cartas, que habían de ser escasas, se suceden con
rapidez. Habían de ser sensatas, y en ellas no me habla sino de su loco amor.
Me rodea con su pensamiento, más de lo que lo hacía con su persona. Apartado
bajo una forma, se reproduce con otra. Las cosas que se le pide que no repita,
las repite simplemente de otra manera. Se complace en liarme con razonamientos
capciosos; evita usted los míos. ¡Y cómo trata a las mujeres a las que ha
seducido! ¡Con qué desprecio habla de ellas! Quiero creer que algunas lo
merecen: mas ¿todas son tan despreciables? ¡Ay! Sin duda, puesto que han faltado
a sus deberes para entregarse a un amor criminal. Desde ese momento perdieron
todos, hasta la estima de aquél al que todo sacrificaron. Ese suplicio es
justo, mas su sola idea me hace temblar. ¿Después de todo, qué me importa? ¿Por
qué habría de ocuparme de ellas o de usted? ¿Con qué derecho viene usted a
turbar mi tranquilidad? Déjeme, señor, déjeme, no vuelva a verme, no vuelva a
escribirme, se lo ruego; se lo exijo. Esta carta es la última que recibirá de
mí".
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: