lunes, 12 de octubre de 2015

"Las amistades peligrosas".- Choderlos de Laclos (1741-1803)


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56.-De la presidenta Tourvel al vizconde de Valmont


 "A 5 de septiembre de 17**.
 Señor, ¿de qué le serviría la respuesta que me pide? ¿Creer en sus sentimientos no sería una razón más para temerlos? Y sin atacar ni defender su sinceridad, ¿no basta, no ha de bastarle  usted mismo con saber que no quiero, ni debo corresponderlos?
 Suponiendo que me quisiera verdaderamente (y consiento en esta suposición sólo por no volver sobre el mismo tema), ¿serían por ello menos insuperables los obstáculos que nos separan? ¿Y podría hacer entonces otra cosa que desear que pudiera usted vencer cuanto antes ese amor, ayudarle sobre todo a ello yo misma, apresurándome a quitarle toda esperanza? Conviene usted mismo en que  "este sentimiento es penoso, cuando el objeto que lo inspira no lo comparte". Y, harto sabe usted que me es imposible compartirlo; y aun cuando esta desgracia me ocurriera, sería yo muy de compadecer sin que usted fuese por ello más feliz. Espero que me estime lo bastante como para no dudar de esto ni un momento. Déjelo pues, se lo suplico, deje de querer turbar mi corazón al que tan necesaria le es la tranquilidad; no me obligue a lamentar el haberle conocido.
 Querida y estimada por un marido al que amo y respeto, mis deberes y mis placeres se centran en el mismo objeto. Soy feliz, debo serlo. Si existen placeres más intensos, no los deseo. No quiero conocerlos. ¿Hay alguno más dulce que estar en paz consigo misma, no pasar sino días serenos, dormirse sin agitación y despertarse sin remordimientos? Lo que usted llama felicidad, no es sino un tumulto de los sentidos, una tormenta de las pasiones cuyo espectáculo asusta, incluso cuando se mira desde la orilla. ¡Oh! ¿Por qué afrontar esas tempestades? ¡Por qué osar embarcarse en un mar cubierto por los restos de miles y miles de naufragios! ¿Y con quién? No, señor, me quedo en tierra, amo las ataduras que me ligan. Aunque pudiera romperlas, no querría; si no las tuviera, me apresuraría a buscarlas.
 ¿Por qué atarse a mis pasos? ¿Por qué obstinarse en seguirme? Sus cartas, que habían de ser escasas, se suceden con rapidez. Habían de ser sensatas, y en ellas no me habla sino de su loco amor. Me rodea con su pensamiento, más de lo que lo hacía con su persona. Apartado bajo una forma, se reproduce con otra. Las cosas que se le pide que no repita, las repite simplemente de otra manera. Se complace en liarme con razonamientos capciosos; evita usted los míos. ¡Y cómo trata a las mujeres a las que ha seducido! ¡Con qué desprecio habla de ellas! Quiero creer que algunas lo merecen: mas ¿todas son tan despreciables? ¡Ay! Sin duda, puesto que han faltado a sus deberes para entregarse a un amor criminal. Desde ese momento perdieron todos, hasta la estima de aquél al que todo sacrificaron. Ese suplicio es justo, mas su sola idea me hace temblar. ¿Después de todo, qué me importa? ¿Por qué habría de ocuparme de ellas o de usted? ¿Con qué derecho viene usted a turbar mi tranquilidad? Déjeme, señor, déjeme, no vuelva a verme, no vuelva a escribirme, se lo ruego; se lo exijo. Esta carta es la última que recibirá de mí".

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