"7 de mayo
Todas las noches, de nueve a doce, tenemos como ya indiqué a Vd., tertulia en casa de Pepita. Van cuatro o cinco señoras y otras tantas señoritas del lugar, contando con la tía Casilda, y van también seis o siete caballeritos, que suelen jugar a juegos de prendas con las niñas. Como es natural, hay tres o cuatro noviazgos.
La gente formal de la tertulia es la de siempre. Se compone, como si dijéramos, de los altos funcionarios: de mi padre, que es el cacique; del boticario, del médico, del escribano y del señor Vicario.
Pepita juega al tresillo con mi padre, con el señor Vicario y con algún otro.
Yo no sé de qué lado ponerme. Si me voy con la gente joven, estorbo con mi gravedad en sus juegos y enamoramientos. Si me voy con el estado mayor, tengo que hacer el papel de mirón en una cosa que no entiendo. Yo no sé más juego de naipes que el burro ciego, el burro con vista y un poco de tute o brisca cruzada.
Lo mejor sería que yo no fuese a la tertulia; pero mi padre se empeña en que vaya. Con no ir, según él, me pondría en ridículo.
Muchos extremos de admiración hace mi padre al notar mi ignorancia de ciertas cosas. Esto de que yo no sepa jugar al tresillo, siquiera al tresillo, le tiene maravillado.
-Tu tío te ha criado -me dice- debajo de un fanal, haciéndote tragar teología y más teología, y dejándote a oscuras de lo demás que hay que saber. Por lo mismo que vas a ser clérigo y que no podrás bailar ni enamorar en las reuniones, necesitas jugar al tresillo. Si no, ¿qué vas a hacer, desdichado?
A éstos y otros discursos por el estilo he tenido que rendirme, y mi padre me está enseñando en casa a jugar al tresillo, para que, no bien le sepa, le juegue en la tertulia de Pepita. También, como ya dije a Vd., ha querido enseñarme la esgrima, y después, a fumar y a tirar a la pistola y a la barra; pero en nada de esto he consentido yo.
-¡Qué diferencia -exclama mi padre- entre tu mocedad y la mía!
Y luego añade, riéndose:
-En substancia, todo es lo mismo. Yo también tenía mis horas canónicas en el cuartel de Guardias de Corps; el cigarro era el incensario, la baraja el libro de coro, y nunca me faltaban otras devociones y ejercicios más o menos espirituales.
Aunque Vd. me tenía prevenido acerca de estas genialidades de mi padre, y de que por ellas había estado yo con Vd. doce años, desde los diez a los veintidós, todavía me aturden y desazonan los dichos de mi padre, sobrado libres a veces. Pero, ¿qué le hemos de hacer? Aunque no puedo censurárselos, tampoco se los aplaudo ni se los río.
Lo singular y plausible es que mi padre es otro hombre cuando está en casa de Pepita. Ni por casualidad se le escapa una sola frase, un solo chiste de esos que prodiga tanto en otros lugares. En casa de Pepita es mi padre el propio comedimiento. Cada día parece, además, más prendado de ella y con mayores esperanzas de triunfo.
Sigue mi padre contentísimo de mí como discípulo de equitación. Dentro de cuatro o cinco días asegura que podré ya montar y montaré en Lucero, caballo negro, hijo de un caballo árabe y de una yegua de la casta de Guadalcázar, saltador, corredor, lleno de fuego y adiestrado en todo linaje de corvetas.
-Quien eche a Lucero los calzones encima -dice mi padre-, ya puede apostarse a montar con los propios centauros; y tú le echarás los calzones encima dentro de poco.
Aunque me paso todo el día en el campo a caballo, en el casino y en la tertulia, robo algunas horas al sueño, ya voluntariamente, ya porque me desvelo, y medito en mi posición y hago examen de conciencia. La imagen de Pepita está presente en mi alma. ¿Será esto amor?, me pregunto.
Mi compromiso moral, mi promesa de consagrarme a los altares, aunque no confirmada, es para mí valedera y perfecta. Si algo que se oponga al cumplimiento de esa promesa ha penetrado en mi alma, es necesario combatirlo".
*********
En este enlace, puedes escuchar un relato de Juan Valera, titulado "Quien no te conozca que te compre".
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: